(Ilustración: Mónica González).
(Ilustración: Mónica González).
Mario Ghibellini

Justo cuando empezábamos a hacernos a la idea de que el de Pedro Pablo Kuczynski iba a ser un gobierno irrelevante –sin destrabe de inversiones ni reforma laboral y mucho menos, ‘revolución social’– ; justo cuando estábamos por resignarnos a esperar cuatro años más a que el porvenir viniera, pero por lo menos en democracia y sin la impresión de que habíamos puesto una vez más en Palacio a un personaje que, más que otorgar indultos, iba a tener que buscarlos; justo, en fin, cuando ya casi nos habíamos acostumbrado al humor sin gracia y proveniente de alguna ignota comarca inglesa que el presidente decía estar cultivando cada vez que desbarraba sin atenuantes, revienta esto.

Bibidi-bobidi-bú

Y decimos ‘esto’ no porque no vengan palabras a la mente para tratar de describir esta situación que el mandatario –y nadie más que el mandatario– ha provocado, sino porque hay en ella algo de infantil y primitivo que mueve a aludirla con ese tosco pronombre.

Como en el caso del licenciamiento de su asesor Carlos Moreno, en el que empezó mintiendo y terminó apechugando con lo inevitable, o en el del proyecto del aeropuerto de Chinchero, que empujó a pesar de la evidencia de que no tenía cómo salir adelante y al costo de sancochar a su ministro y primer vicepresidente Martín Vizcarra, en esta ocasión Kuczynski ha visto la marea creciendo a su alrededor y no ha movido un dedo para salvar lo que pudiera ser salvado. O, peor aún, ha agravado lo que ya era un problema bastante serio –haber recibido de Odebrecht pagos por asesorías a través de una empresa suya mientras era ministro del gobierno de Toledo y también después– con negativas tajantes de haber tenido alguna vez vínculo o relación profesional con esa empresa.

Y es de suponer que en esta circunstancia, como en las anteriores, sus colaboradores más cercanos tienen que haberle advertido de las consecuencias devastadoras que tendría para su gobierno y para el país la información sobre su relación con la constructora corruptora de resultar cierta. Pero él –refractario a los consejos, inmune a la sensatez– insistió en marchar alegre hacia el precipicio.

¿Qué creyó? ¿Que su hada madrina iba a decir ‘bibidi-bobidi-bú’ e iba convertir la documentación comprometedora en calabaza? ¿Que la obvia inquina y la necedad de sus fustigadores más caracterizados iban a eclipsar la contundencia de los datos que tarde o temprano acabarían por aparecer? ¿Que nos lo íbamos a tomar como una última muestra de su vocación por la astracanada?

Lo único claro que cabe concluir de su afán por negar la existencia de esas consultorías profesionales es que muy, muy profesionales no han de habérsele antojado en su fuero interno. Con ese fardo sobre sus espaldas, en realidad, no debió postular. Pero lo hizo y ahora, al momento de escribir esta columna, está al borde de tener que abandonar el poder en las peores condiciones: triste, refractario y final. Y causando, además, severos daños colaterales, porque deja mal parados a valiosos colaboradores que decidieron confiar en él, y le lega al país un gobierno al borde del colapso. Menudo lujo.

Esta columna fue publicada el 16 de diciembre del 2017 en la revista Somos.