Mario Ghibellini

En esta pequeña columna, nunca dejaremos de sorprendernos de la atención que consiguen en el ámbito político los recitadores de lo obvio. Un nuevo gobierno empieza y un legislador de oposición toma la palabra. “Desde nuestra bancada apoyaremos todo lo positivo, pero eso sí, no transaremos con lo negativo”, proclama satisfecho. Y luego pierde la mirada en el infinito … ¡Dah! ¿Es que acaso alguien podía imaginarlo diciendo que se opondrían a lo positivo y apoyarían lo negativo?

O pensemos, por ejemplo, en esos ministros de Economía que se estrenan en el cargo y, con gesto inspirado en Rodin, reflexionan en algún programa dominical: “Lo importante es que el crecimiento económico llegue a todos los sectores de la población”. ¡Por Dios! ¿Debemos entender realmente semejante perogrullada como una pepita de oro de su intelecto? El sentido común haría pensar que no, pero la verdad es que hasta gente que los aplaude hay. Y lo peor de todo es que lo que estamos recibiendo en estos días de parte de algunos faros iluminantes de la opinión pública a propósito de la convulsión que se vive en el país no es muy distinto.

–Doctores de lo evidente–

La solución que proponen analistas, ministros renunciantes y hasta expresidentes para la conflagración que nos está arrasando es el . Y lo anuncian a manera de hallazgo. ¡Como si no fuese esa la primera opción que le viene a la mente a cualquier persona racional ante una situación de conflicto! En cualquier disputa, hablar y llegar a acuerdos es, sin lugar a dudas, mucho mejor para todos que seguir litigando. Pero igualmente obvio es que para que tal diálogo se produzca se necesita interlocutores representativos por lado y lado, así como una lista de demandas susceptibles de ser negociadas.

Nada de eso, sin embargo, ocurre en este caso en la orilla de los que protestan, pacíficamente o no. ¿Quiénes son sus voceros autorizados? No se sabe. ¿Y qué es lo que demandan? Pues asuntos completamente descabellados e irrealizables dentro del orden constitucional. A saber, la libertad de Pedro Castillo (que, en cualquier caso, dependería del Poder Judicial y no del Ejecutivo) y su eventual reposición en la presidencia, la renuncia de , el cierre del Congreso y la convocación a una asamblea constituyente… Para todo efecto práctico, podrían estar exigiendo también la restauración de la Confederación peruano–boliviana, con la amenaza de romper todo y atentar contra la convivencia pacífica de millones de ciudadanos si no se los conceden.

Vamos, quienes enarbolan esas banderas como motivación última de su proceder violento no quieren diálogo ni paz. La prueba es que la materialización de cualquiera de sus presuntas aspiraciones solo nos sumiría en un caos mayor que el que ya nos envuelve. ¿Soltar al golpista de Chota? ¿Forzar la interrupción de la sucesión constitucional? ¿Cerrar ilegalmente el Congreso y quedarnos durante un tiempo indefinido sin Poder Legislativo? ¿Llamar a una asamblea constituyente contraviniendo lo que la Carta Magna vigente establece como mecanismo para su propia modificación y lo que el Tribunal Constitucional ha sancionado como válido? Esa sería la receta del desmadre y la anarquía.

Por otra parte, la búsqueda de un hipotético diálogo no puede suponer abandonar la defensa de, por ejemplo, el aeropuerto de Juliaca cuando una turba trata de tomarlo. Si el ordenamiento legal pone armas en manos de la policía es porque asume que puede producirse una circunstancia en que se necesite que haga uso de ellas. Y si una banda turbulenta premunida de piedras y armas hechizas que intenta hacerse de un activo estratégico del Estado no constituye una de esas circunstancias, ¿entonces cuál?

Por supuesto que el uso de tales armas debe hacerse de acuerdo con un protocolo y que cualquier incumplimiento probado del mismo tiene que castigarse como un delito. Pero no puede aceptarse la premisa de que el solo hecho de echar mano de ese recurso legal es de por sí un incumplimiento del protocolo.

¿Qué imaginan los que postulan el diálogo como solución para una situación como aquella? ¿Qué tendrían que haber hecho los policías en Puno ante el avance de la referida turba? ¿Bajar los brazos y entregar el bien? ¿Solicitar a un voluntario que se interne en la lluvia de objetos contundentes con una ofrenda floral para explorar la posibilidad de que esos muchachones hostiles se avengan a una plática amable? De ninguna manera. Y, sin embargo, ese es precisamente el escenario que plantean los que peroran ahora sobre una tregua de 15 días (que necesariamente tendría que ser unilateral) o los que sostienen que “la atención de las demandas sociales ya no es suficiente para lo que el país necesita”.

Lo que esas voces en el fondo reclaman es que los millones de peruanos que no estamos dispuestos a aceptar el chantaje de esas hordas destructoras nos rindamos. Y eso es inaceptable.

–Confidencias del Rímac–

El intercambio de pareceres es por cierto un instrumento valioso y deseable para evitar la devastación y la muerte. Pero practicarlo con los que apedrean, saquean e incendian solo resulta viable en el mundo de las ideas. Frente a ellos, lo que corresponde es imponer la autoridad con arreglo a ley. Los que crean que esos trances violentos se pueden superar dialogando que vayan a hacerlo al río. Total, se supone que es hablador.

Mario Ghibellini es periodista

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