Mario Ghibellini

Con la llamada “”, los titiriteros de las jornadas violentas han hecho la más ambiciosa de sus apuestas. El nombre es grandilocuente y se gasta. Y el despliegue de recursos, difícil de reeditar. Si, como todo parece sugerir, Lima no llega a ser tomada en esta ocasión, la próxima vez que echen mano de terminología tan apocalíptica, los auspiciadores de la turbulencia se toparán con una cierta incredulidad ciudadana. Por otro lado, traer a toda esa gente hasta la capital no es un esfuerzo que pueda repetirse todos los fines de semana. Sobre todo, si, aparte de asegurarle alojamiento y comida, hay que persuadirla de cometer actos ilícitos a riesgo de su salud y su libertad. No por gusto los empeñados en la caída del gobierno constitucional sincronizaron la asonada limeña con el intento de tomar tres aeropuertos en el interior del país y con una escalada en los bloqueos de carreteras por todo el territorio nacional. Doblegar a las fuerzas del orden estaba ciertamente fuera de sus expectativas, pero atarantar a quien sostiene las riendas del Estado para forzar una capitulación, aparentemente no. Y es con respecto a ese objetivo que debemos medir el éxito o fracaso de su arremetida.

–Mensajes ambiguos–

La señora no es precisamente la más sólida de las promesas de la persistencia de la institucionalidad en medio de la borrasca política que vivimos. Todos recordamos el talante complacido con el que acompañó las majaderías más señaladas del golpista de Chota mientras este ostentó el poder. Desde la llantina porque no los dejaban gobernar hasta esas giras de azuzamiento que fueron los ‘consejos de ministros descentralizados’, todas ellas contaron con su participación denodada. Y cuando finalmente le tocó sucederlo en el cargo por las razones que conocemos, se pasó varios días diciendo que estaba “consternada” por lo que le había pasado al “presidente Castillo” (a pesar de que, a esas alturas, ya había sido vacado) y preguntándose qué malas influencias podrían haberlo arrastrado al “error” de procurar cargarse el sistema democrático. Barajó, incluso, la posibilidad de visitarlo en su encierro.

Fue encogiendo, por otra parte, su determinación de permanecer en Palacio conforme se elevaban los decibeles de la grita. En pocos días, en efecto, pasó de anunciar que se quedaría hasta el 2026 a impulsar un adelanto electoral para el 2024 y, por último, a musitar que estaría dispuesta a aflojarse la banda en el 2023. Si a eso sumamos su vacilación acerca de los recursos que podría utilizar la policía para defenderse de los ataques y sus pasitos para adelante y para atrás en materia de designaciones tan medulares como las del presidente del Consejo de Ministros o el jefe de la DINI, lo que aparece ante nuestros ojos –y también ante los ojos de los que quieren desatar el caos– es una gobernante temerosa y dubitativa. Esto es, susceptible de ser manejada al susto.

Es verdad que, después de la antología de desatinos que nos dispensó las primeras semanas, dio la impresión de haberse acomodado mejor sobre el caballo. Pero eso no la eximió de enviarles el martes mensajes ambiguos a los grupos de manifestantes hostiles que venían desde el sur a la capital. “Yo los llamo a tomar Lima”, les dijo. Y luego añadió que debían hacerlo en paz y con calma, pero eso probablemente ya no lo escuchó nadie.

En esa medida, pues, no sería de extrañar que los orquestadores de los desmanes de esta semana hubieran llegado a la conclusión de que, más que la toma de Lima, su propósito final debía ser la toma de Dina. Es decir, que estuvieran bajo la impresión de que el verdadero campo de batalla en el que debían imponerse se encontraba en algún punto de la oscilante mente de la señora Boluarte. Hacia eso, creemos en esta pequeña columna, estuvieron enderezados sus principales esfuerzos de los últimos días; y hacia eso también lo estarán los siguientes. Porque nadie en su sano juicio puede imaginar que esta gresca ha terminado.

Cabe preguntarse, eso sí, qué tan exitosas han resultado con arreglo al objetivo que señalamos las jornadas de violencia en Lima. En otras palabras, si la jefa del Estado ha presentado síntomas de sentirse tentada a renunciar después de las piedras, el incendio y la destrucción que los visitantes nos han dejado en las últimas 72 horas. Y la verdad es que parecería que no. En su mensaje del jueves por la noche, la presidente lució más decidida que nunca a perseverar en la defensa del orden constitucional y la imposición de la autoridad. Agradeció incluso a la policía y declaró que tanto los responsables directos como los intelectuales de los delitos antes descritos serían castigados severamente… Pero, claro, eso fue el jueves.


–Veleidades chimoltrufias–

Lamentablemente, la experiencia enseña que la señora Boluarte tiene veleidades chimoltrufias, y así como dice una cosa, puede decir otra. Sobre todo, si entre lo primero y lo segundo median algunos días y alguna conversación que sepa removerle las angustias telúricas. Hagamos votos, pues, por la elocuencia del ministro Otárola y por su capacidad de hacer de la determinación de la presidente un reducto inexpugnable. Y que los que quieren hacerse del poder por asalto se vayan a tomar otra cosa, porque Lima les ha quedado un poco grande.

Mario Ghibellini es periodista