La última cruzada, por Mario Ghibellini
La última cruzada, por Mario Ghibellini
Mario Ghibellini

En el fondo, podríamos decir que, literalmente, no hay novedad en el Frente. Porque ya durante la campaña electoral, cada vez que le ponían por delante la pregunta de si el actual régimen venezolano es una dictadura, Verónika Mendoza se rodaba las escaleras sin pestañear. “No es una dictadura porque no hubo golpe de Estado” o “Lo que te puedo decir es que [allá] se han dado procesos electorales democráticos”, recitaba ella, desnudando su incapacidad de llamar por su nombre a un gobierno que avasalla la independencia de poderes, encarcela opositores y acalla a la prensa crítica. Y para cuando terminaba de hablar, el techo de la intención de voto por el conglomerado zurdo tenía una consistencia más pétrea que cuando había empezado a hacerlo.

Pero alguien podría argumentar que aquello finalmente era solo una disquisición teórica que una cierta mojigatería izquierdista le impedía conceder a la rígida candidata, mientras que la reciente negativa del Frente Amplio (FA) a firmar la moción “en resguardo de las libertades y derechos del pueblo venezolano”, suscrita por las otras cinco bancadas presentes en el Parlamento, no deja espacio para las coartadas o los intentos de reducir todo a una excentricidad personal. Esta vez, la referida organización –tan dada a hacer de las expresiones de protesta contra los opresores y de solidaridad con los oprimidos el nervio de su actividad política– se ha abstenido de manera colegiada de respaldar siquiera con un gesto tímido a las víctimas de un abuso grosero y violento; y con ello, en la práctica, se ha identificado con los victimarios.

HERALDOS ACREEDORES

Porque así como en las situaciones que motivan la marcha Niunamenos que ellos hoy justificadamente apoyan, en Venezuela también hay violados y violadores; y no ha sido precisamente a los primeros a los que el FA les ha brindado esta vez su adhesión moral. ¿O la circunstancia que ellos –y tantos otros– hoy rechazan es muy distinta de la de, digamos, los presos políticos torturados en los calabozos subterráneos del chavismo, o el Congreso de mayoría opositora cuyas funciones el gobierno de Maduro ilegítimamente bloquea?

No; la única diferencia es que en este caso los que ejercen la violencia tienen una identidad política de la que ellos se sienten deudores –fueron los heraldos del ‘socialismo del siglo XXI’ y los auspiciadores de su expansión por Latinoamérica– y, en consecuencia, se les agarrota la mano antes de firmar una moción que los condene. O, peor todavía, buscan vergonzantes subterfugios para disfrazar su omisión. Como el congresista Marco Arana al alegar que “un posicionamiento ideológico no contribuye a solucionar los problemas de Venezuela”, o su compañera de bancada Indira Huilca al proponer que, “en vez de hacer una conferencia de prensa sobre otros países”, los partidos que impulsan la referida moción se preocupen “por lo que pasa en la Universidad Villarreal”. Hacer dos cosas al mismo tiempo, tendría ella ya que saberlo, es perfectamente posible en este mundo de múltiples demandas. Pero no, claro está, si uno, envuelto en sus devaneos sobre una épica revolucionaria que le contaron, está empeñado en acometer una última cruzada, que en este caso, entendámonos bien, no es sino una ignominiosa cruzada de brazos.

Esta columna fue publicada el 13 de agosto del 2016 en la revista Somos.