Amigos que me estiman me piden que explique por qué yo, un ignorante en fútbol, defiendo a Eddie Fleischman del bullying de los entendidos
En rigor, no lo defiendo. Asumo que es justo que le caiga algún cascajo, pero no todas las piedras del muro de lamentos de los peruanos que no se ven hace 30 años en un Mundial. Eddie es uno más entre todos los culpables por omisión de este fatal combo peruano de mediocridad futbolística con pasión pelotera.
Y resulta que, para mí, su simpleza y su obviedad, bautizadas como fleischmaneadas, no son más deplorables que el verbo florido de otros peloteros de video y de papel. Ni siquiera perdono la floritura de Efraín Trelles, a quien todos concordarán en señalar como el más culto de todos ¡El tío es historiador con posgrado en Austin y dejó la reflexión académica para divagar sobre fútbol!
El comentario deportivo en la tele es, lo repetiré hasta que me aburra, un intento patético de disimular el caos de la barbarie pelotera con los afeites enternados y retóricos de la civilización.
Comprendan, amigos peloteros, que somos muchos, como yo, asediados en la chamba y en los restaurantes por televisores con los partidos a todo volumen. Somos arreados a la fuerza a ver lo que no nos interesa. Pero, antes que dirigir mi furia contra los futbolistas, tíos esforzados y a veces talentosos, o contra los hinchas, mis prójimos con quienes debo llevar la fiesta en paz; prefiero agarrármela contra los comentaristas.
De ahí, que defiendo a Eddie en particular y esto no es contradictorio. Es que me friega que lo crucifiquen a él solo. Yo quiero dar argumentos para que los trinchen a todos, hasta a los más floridos, hasta a los que ya no nos acompañan, como Pocho y El Veco, que fastidiaron mi niñez y mi juventud con su supuesto duelo de gordo noble y serrucho del sur.
Al fútbol lo respeto como a una religión que no practico. Y así como respeto al catolicismo pero no me banco a los curas anacrónicos, tampoco me bancaré a los falsos profetas de la pelota. Encarnan la hipocresía enternada y engolada. Fíjense en esta contradicción: Por qué, si el deporte es relajo al aire libre, ejercicio aeróbico, sudor y camiseta, ¿ellos se suelen poner saco y corbata? Así, quieren dar a entender que su oficio es técnico y analítico, serio como la academia.
Y, sin embargo, con su retórica de caballeros piquito de oro que no pronuncian lisura, lo que hacen es alentar la pica y la rabia, pasar por alto los desmanes de la barra brava, repartir insinuaciones homofóbicas y misóginas. Ese es el verdadero contenido de su rollo, y no las divagaciones analíticas que resultan siendo perogrulladas. Fleischman las enuncia con mayor simpleza que otros, pero eso no lo hace el peor de su especie. Los peores son los que rebuscan la semántica y retuercen la gramática para decir de rocambolesco modo algo tan obvio como que el equipo X ganó a Z porque metió más goles.
El deportivo es el único rubro del periodismo donde la voz se educa para que suene falsa. Narradores de encuentros y comentaristas se entrenan para que su voz, nasal y grave, o sea, engolada, cubra el encuentro de patadas, codazos y hasta mordiscos, como si fuera una asamblea de sabios. Su chamba es hacer pasar el desmadre por ceremonia.
El fútbol es un ‘ritual del caos’ (el concepto es de Carlos Monsiváis) y será por eso que la casta de especialistas que vive a expensas de su violencia se arropa con ternos y habla con voz engolada. Pero ahí no está la esencia del rito; ella está en el círculo sanguíneo del estadio y en otro círculo mayor compuesto por los hogares de todos los hinchas inflamados. A este magma de emociones, los comentaristas le ponen un celofán protocolar.
Con un siglo de pasión de masas a cuestas, ¿no debiéramos ya pasar a una etapa de sinceridad? Sino prescindimos del comentario; al menos, que la emoción de la cancha guarde relación con aquella de la mesa de comentaristas.
¿No les da risa ver a Alberto Beingolea en el canal CMD hacer entrevistas solemnes en un bar de culto, como si se tratara de una tertulia de vacas sagradas? Alberto, que, además, es congresista del PPC, se despeina más en el hemiciclo parlamentario que hablando de fútbol.
Si conocen comentaristas que abjuran de ternos y voces engoladas, que simplemente buscan canalizar la pasión con un toque modesto de análisis, horas después de un partido; pues no he querido ofenderlos. Lo que no me banco son esas sobremesas doctas para digerir la pasión desbordada. Es un espectáculo idiota, que debemos ir cancelando. Que quede en conferencias de prensa de los protagonistas, resumen de las mejores jugadas, estadísticas de ataques y contraataques.
¿Saben por qué las previas se volvieron populares? Porque antes del partido no hay sentencia, porque no pretenden el análisis, porque enganchan naturalmente con la pasional sinrazón del fútbol, porque crean pequeños rituales del caos como el del apanado por el mal chiste.
Por eso defiendo a Eddie, porque lo quieren hacer berrear como chivo expiatorio. Mi rollo es contra la manada entera.