Cuando recién empezaba en esta chamba, imberbe e impune, me gustaba citar a Voltaire: “No estoy de acuerdo con tus ideas pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlas”. Entonces, mi entusiasmo libertario era puro y principista.
Ahora no puedo pensar así. No tengo pasta de kamikaze de la libertad de expresión absoluta. Si en alusión a “Charlie Hebdo” me preguntaran, “¿darías tu vida para que otro se ría de lo que quiera?”, con franqueza y con miedo diría que no. Y, a la vez, estoy asqueado y conmovido por la masacre del humor. Suscribo todas las condenas. Me aterra que compatriotas de Voltaire, como el par de policías abatidos en la fuga de los terroristas, mueran sin saber por qué. Y que Charb, el director del semanario, y los periodistas humoristas que lo acompañaban, murieran sabiendo por qué, aunque no por eso menos devastados.
Todos los que ejercitamos la pluma, el teclado y la mente en Occidente, somos hijos de la Revolución Francesa. Ella cortó cabezas y entronizó principios que todavía nos seducen con el brillo de lo absoluto. Pero, repito, no lo son. Son relativos. Como la libertad de expresión, sublime derivado de la libertad a secas. Los derechos humanos, las guerras y armisticios, las migraciones masivas, la globalización, nos han llevado a relativizarla.
El pacto social global nos ha ido llenando, en los últimos tiempos -y no por exquisitez o gazmoñería, sino por instinto de supervivencia- de límites, regulaciones, vallas. No debemos meternos allí donde la privacidad y la dignidad ajena se vea mellada, allí donde la tranquilidad se vea seriamente perturbada, allí donde choquemos con el principio de no discriminar. Y, en las zonas grises y fronterizas, nos autorregulamos para evitar que se nos regule.
Y, nos preguntamos, en serio y en broma, si tanta corrección política podría llegar a dejarnos sin temas para picotear; si la libertad de expresión aguda, la que punza y quema, la que denuncia y mueve conciencias, no acabaría tan arrinconada que se asfixie. Aunque no estoy seguro, yo creo que no podría pasar eso por más correctos que pretendamos ser, pues el área de la libertad de expresión frente a la cosa pública es tan vasta, que compensa otras parcelas vedadas. Y algunas de esas parcelas podrían dejar de estar vedadas si nos aproximamos a ellas por otros puntos de abordaje.
Por todo esto, acicateados por la masacre del humor, estamos obligados a debatir esta pregunta: ¿tenemos que proscribir la representación, seria o cómica, de elementos del islam pues para esa religión iconoclasta el solo intento de visualizar sus fundamentos es un crimen? Esta pregunta engloba a otra, mayor: ¿debemos (auto) regularnos para no herir sensibilidades con la risa y con la mofa o, por el contrario, debemos seguir luchando para imponer la tolerancia? Si la respuesta es por la regulación, ¿cómo premunirse para que otros grupos humanos y hasta poderes instituidos no pretendan usar las mismas prerrogativas para esquivar la crítica y la fiscalización? ¿Cómo dejar establecido que la inhibición de graficar o mofarse de la religión, no puede de ninguna manera inhibir el análisis y la crítica textual hacia ella?
No tengo las respuestas, no quiero tenerlas todavía, porque el debate debe madurar; porque tenemos que llegar a conclusiones que trasciendan el miedo y el horror ante la violencia terrorista. Las respuestas no deben estar dirigidas a bandas criminales que son expresiones ultraradicales del problema. Tenemos, primero, que procesarlas nosotros mismos, negociando entre nuestro espíritu libertario y nuestro afán de vivir en paz; y luego dirigirlas a una religión y a varias nacionalidades, en esencia pacíficas, con las que vamos a convivir por los siglos de los siglos.