Hoy no quiero ser alemán, porque me llega el fútbol; quiero ser británico en este día histórico. La iglesia anglicana ha aprobado el episcopado femenino. Las hembras no solo harán misa y repartirán ostias como lo hacen en Gran Bretaña desde 1994, sino que serán obispos. Si los conservadores creen que esta liberalidad abrirá las puertas para que se oficien bodas gays en los templos, ¡pues sí las abre! ¡En buena hora! Y hablo en serio, pues eso ya sucede en algunas provincias anglicanas.
Las religiosas británicas se dirigirán al reino de los cielos con la frente en alto, ni un paso atrás de los hombres. Tomarán el cáliz y dirigirán el rito con manos firmes, porque ese pan también es su cuerpo, ese vino también es su sangre. Y no me vengan con citas de machismo bíblico. Todo el corpus legal de Occidente proscribe la discriminación por género y la iglesia ya tiene muchos años contradiciendo a la ley.
Enrique VIII fue un tirano cruel y lujurioso, el puerco absolutista remedado en las películas; pero tuvo una iluminación: Un pueblo y un gobierno necesitan una iglesia que no los trabe. Y si la que tienen lo hace, ¡a fundar otra se ha dicho!
El anglicanismo no nació de farragosas discusiones teológicas como el protestantismo de Lutero y Calvino, sino del pragmatismo y la pura voluntad política. Casi fue un asunto de tramitología que el papa Clemente VII no facilitara la boda real con Ana Bolena. La disidencia no solo sirvió para saciar el capricho de Ubú rey, sino para demostrar que la iglesia es una construcción social útil.
Y así como el anglicanismo explica en parte la prosperidad imperial británica y la revolución industrial; una disidencia del anglicanismo, la de los peregrinos del Mayflower, explica el poderío de Estados Unidos, la potencia de las iglesias forjadas a la medida de los legítimos y democráticos emprendimientos humanos.
Esa imbricación de iglesia y desarrollo social está rota en América Latina. Es, en todo caso, segmentaria y antidemocrática: solo bendice a quienes comulgan con ella. Y mientras segmentos solventes y conservadores apoyan prelaturas influyentes como las del Opus Dei, otros segmentos populosos se enrolan en iglesias evangélicas paternalistas y carismáticas, tampoco hechas a la medida de sus emprendimientos.
Y una gran parte de la población nos quedamos sin iglesia que nos cobije ni perro que nos ladre. La esperanza no existe en la parroquia local en manos del anacrónico Cipriani; existe, a lo lejos, en el papado de Francisco que ya se declaró, al menos, más abierto que sus antecesores a discutir sobre el sacerdocio femenino y los gays. Es el único camino posible para que el catolicismo reenganche con el desarrollo, para que se recupere del embate evangélico, para que se redima de siglos de injusticia y discriminación en nombre de Dios.