Es un formato noble y chicle. Frecuencia Latina lo ha estirado al punto en que ya quedó como una masa laxa, reciclable, digerible solo con agua y humor.
Todos los que creían que se parecían a otros ya pasaron por ahí; todos los trucos ya se probaron; todos los cantantes famosos ya fueron remedados. Por eso, la única posibilidad de lanzar una enésima temporada de “Yo soy” no era con nuevo cásting, sino repitiendo a los ganadores, una breve edición para elegir a un campeón de campeones. Que tampoco es algo original, pues ya habían hecho algo parecido.
Y por eso, también, para hacerse digeribles ellos mismos, no han cambiado de jueces. Eso se sentiría falso, pues no hay nada nuevo y serio sobre lo qué fallar. Había que repetir el cuarteto –Ricardo Morán, Maricarmen Marín, Fernando Armas y, la única adición en los tres años de programa, Katia Palma– con la única consigna de ser más chapuceros que nunca. En realidad, ya ni se preocupan por cumplir un papel, ni definir un tono, ni dar un juicio, ni marcar un ritmo o pauta. A Katia puede ocurrírsele piropear a un bajista, a Maricarmen batir a Ricardo y a Fernando ponerse serio, que en su caso es un chiste. Adolfo Aguilar y Karen Schwarz también le entran al relajo.
Esta breve temporada es lo más cerca que el programa ha llegado al ‘reality’, pero no del lado de los concursantes, que de eso se trataba, sino del lado de los jueces. La cara de Ricardo cuando no sabe si entregarse al chongo o preocuparse por el tiempo excesivo de un chiste confirma la impresión de improvisación. El ‘quechuchismo’ es tal que pronosticar quién ganará resulta intrascendente. Pero no dejo de vacilarme con ellos.