Mipayachi era un payaso nuestro y redundante, como mi querido Mon Cheri. Salía todas las noches en la tele en blanco y negro, y mi generación sabía que tenía que acostarse. Era la llamada de la almohada para que los niños soñáramos que nos tocó un país con algo de orden y modernidad, con obligaciones y con sentido del humor.
Dentro de los trapos lustrosos, detrás de la ñata inflamada del claun, estaba don Ricardo Tosso. El pequeño Ricky Tosso era su único hijo y revoloteaba a su lado vestido de payasito. La verdad es que ese detalle se me había borrado, pero Ricky me lo describió a colores y con tanta emoción, que ahora lo tengo grabado. Y me contó que se vestía de rosado y amarillo y su papá le decía ‘Cocoroco’. La chapa la extendió a todos los niños y la Field sacó un caramelo con esos colores y en forma de perita. Seguro que lo han probado alguna vez.
Tal es la hermandad de afectos, de humores y hasta de sabores que une a mi generación con Ricky. Con ese precoz debut, estaba marcado para hacernos reír para siempre. Guille, que fue su suegro, me dijo de cuando lanzaron “Los detectilocos” en 1984: “Si Ricky camina, caminamos todos y nos colgamos de él”. Eso era tremenda chamba para cualquiera, nada menos que despedir la revista de sketches para entrar a la fase del slapstick criollo, de golpe y porrazo musical, con duelo de chapas y fugas de remedo y reducción al absurdo. Ricky es ese eslabón del humor peruano que acabamos de perder.
Tremendo el sobrepeso de los comediantes: la carcajada a la que su profesión obliga, nos distrae del duende riguroso que llevan dentro. Entre risa y mueca, nos susurran, ‘hey, no olvides que soy un actor’. Supongo que por eso Ricky se fajó en varias temporadas de “Teatro desde el teatro”, matándose para poner en escena una obra por semana. Pero nosotros, así es la tele y así es la vida, preferimos recordarlo poniendo chapas a las vecinas de Huaycán y dándose panzazos con Manolo y Chibolín. Y hoy pocos recuerdan –le encantó que se lo dijera- que hizo un estupendo detective huraño en “Muero por Muriel”, película de Augusto Cabada.
En los últimos años, Ricky desarrolló una melancolía que no se puede borrar de ninguna de sus entrevistas. Que ni los chistes disimulan. Pero por ellos sabemos que no era un adicto a la amargura ni a otras sustancias. Que se queda tranquilo con lo vivido, que nadie le quita lo grabado, que era de esas personas que han hecho todo lo humanamente posible para que las despidamos entre pucheros y sonrisas.