MARTÍN ACOSTA GONZÁLEZ / @martiacosta
El 14 de febrero del 2013 Daniela Mota recibió el mejor regalo de su vida. Era un corazón, pero no uno de peluche ni un globo metálico, tan populares en San Valentín. El corazón que le fue entregado esa madrugada era uno de verdad, era el órgano que tanto había esperado. Ese que le devolvió la vida.
Daniela es un milagro, casi un acto de fe.
A los 16 años le detectaron leucemia linfática aguda. Después de dos años de tratamiento, Daniela había vencido un cáncer complicado y riesgoso. Su madre, Flor Inés Tenorio, había resistido junto a ella la dureza de esta batalla. Su padre las abandonó justo cuando se le había detectado la enfermedad. Sin muchos recursos económicos y atendida en el Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN), la joven que apenas había cumplido la mayoría de edad sonreía tras esta dura prueba.
(Archivo personal Daniela Mota)
Después de ello retomó su vida. Ingresó a la Universidad Nacional de Ingeniería y empezó a estudiar. El cabello le empezaba a crecer y el recuerdo de aquellos viajes largos desde su casa en Los Olivos hasta el local del INEN en San Borja, eran solo eso: un recuerdo.
“Después de un año me dio una recaída y tuvieron que internarme de emergencia”. Entonces Daniela se preparaba para una segunda batalla.
“Lo ideal en ese caso era hacerme un trasplante de médula, una operación que no era muy complicada. Al ser tratada por la leucemia yo ya estaba acostumbrada a esos procedimientos”. Sin embargo, Daniela era hija única y con ello la opción del trasplante la médula quedaba descartada.
“La única opción era hacerme quimioterapias más fuertes para combatir esta recaída”. El problema era que con ese tratamiento más poderoso, corría riesgo de sufrir daños al corazón y así ocurrió.
El corazón de Daniela había sido seriamente dañado. Los médicos la habían podido curar de la leucemia pero esto trajo daños colaterales.
“Me desahuciaron. Le dijeron a mi mamá: ‘Señora, llévela dos meses a su casa y espere’. Me dijeron que sí o sí tenían que trasplantarme un corazón, pero como yo había estado con leucemia no podía entrar en una lista de espera”, cuenta la joven que hoy tiene 23 años.
Los médicos le explicaron que luego del trasplante ella debía tomar inmunosupresores de por vida, ello para que su cuerpo no rechace el órgano que iba a recibir. Sin embargo, los inmunosupresores le iban a bajar las defensas y corría el riesgo de que la leucemia reaparezca.
(Dante Piaggio)
MOMENTOS DUROS
Desahuciada como estaba, Flor Inés y Daniela llegaron a Essalud. “Llegué descompensada, con las piernas edematizadas (totalmente hinchadas), descompensada, delgada y apenas podía caminar porque me agitaba”.
Daniela recuerda estos como los momentos más duros de su vida y los cuenta orgullosa como quien se sabe vencedora de la más complicada batalla.
Su vida trascurría entre el hospital y su casa. Internada unos meses bajo la supervisión de los doctores y en su casa al cuidado de su madre. “Me estabilizaban y volvía a mi casa. Así pasaron dos años”. Un día su salud quedó al límite.
Ingresó por última vez a emergencia, esta vez al Instituto Nacional Cardiovascular (Incor). “Ese mes fue horrible. Me daban medicamentos para eliminar líquido, tenía insuficiencia renal. Al día solo podía tomar un vaso de agua”.
Conectada múltiples aparatos y pesando apenas 37 kilos, Daniela no perdió la fe. Esa fe que la hizo superar dos paros cardiacos y que la mantuvo con vida pese a que en uno de ellos su corazón dejó de latir por 45 minutos.
Un mes después el corazón llegó. Una familia había aceptado que su hijo de 14 años donara sus órganos. El niño salvó varias vidas aquella noche.
"Yo entré a la sala del operación diciéndome que de cualquier forma ganaría: si moría, sería un descanso".
En la sala de espera aguardaban las dos personas que más ama. Su madre y Carlos Eduardo, su enamorado. Él había llegado a su vida poco antes de su recaída y se mantuvo ahí, a su lado en los momentos críticos.
Dos días después Daniela despertó y ahora sí el sueño tuvo un desenlace feliz. Se recuperó lentamente, empezó a beber agua, primero con miedo y luego con confusión, comía normalmente y aprendió a volver a caminar. Ahora podía correr, bailar y cantar.
Hoy Daniela toma pastillas cuatro veces al día. Son los inmunosupresores que la mantienen estable. No le gusta ocultar su cicatriz en el pecho, cuando la ve se siente fuerte y vencedora.
Es agradecida con ese ángel que le donó el corazón que hoy late en su pecho. “Todos los días le dedico una oración”. Piensa en él se imagina su cara, lo ve sonriendo, sintiendo lo mismo que ella.
“Algunos me preguntan si algo cambió en mí. Si siento algo diferente. Si mi carácter ha cambiado. Creo que ahora soy un poco más sensible. Me emociono mucho. Los días siguientes a mi operación lloraba seguido y no dejaba de abrazar a mi mamá”.