Se estaba asfixiando con su propia mascarilla. Lo vieron retorciéndose en el suelo, al lado de su enamorada que pedía a gritos que lo ayuden. El chico, de unos 23 años, había respirado gas lacrimógeno y gas pimienta a la vez, pero no se había dado cuenta que ambas sustancias se habían acumulado entre la tela y su boca. A unos metros de él pasaba Diego Delgado, egresado de medicina, quien integraba un grupo de ayuda voluntaria. Diego cree que intentar salvarlo fue una de las situaciones más impactantes que ha vivido.
Apenas dos días antes, Diego estaba frente al televisor viendo cómo el Congreso de la República aprobaba una vacancia presidencial contraria a lo que muchos ciudadanos querían. Dice que esa noche, frente a la pantalla, detonaron emociones guardadas –”como una válvula a presión”, resume– vinculadas a recuerdos de lo que escuchó durante años sobre los políticos en el Perú.
“Ese día a todos nos removió por dentro el hecho de que somos el único país de América Latina cuyos expresidentes de los últimos 35 años están involucrados en casos por corrupción, la mayoría llegando a estar presos. Hemos crecido oyendo esas historias de injusticias y comportamientos de gobernantes que lindan con lo dictatorial. Ahora nos tocaba salir a nosotros a expresarlo”, dice Diego. Su herramienta de protesta no fueron carteles ni cacerolas: fue su experiencia en primeros auxilios. El sociólogo peruano Joaquín Yrivarren lo explica así: “Esa sensación de repudio, de cansancio, de hartazgo es algo que no se ha visto antes. Toda esa información que absorbieron los jóvenes en estas dos últimas décadas ha ido degradando sus expectativas. Eso explica por qué aquel reclamo, que comenzó en las redes, se volcó a las calles masivamente y terminó produciendo un efecto opuesto a lo vivido por sus padres, a través de gestos de solidaridad”, dice.
Diego tenía 24 horas para abastecerse de guantes, vendas, gasas, vinagre, agua y bicarbonato de sodio. Armó un grupo de WhatsApp y la convocatoria se extendió por todas las facultades universitarias buscando ubicar a otros recién graduados que pudieran ser parte de las brigadas sanitarias. Para la noche del miércoles 11 ya eran más de 40 y al momento de la movilización había un centenar de chicos y chicas atendiendo a heridos. La mayoría no pasaba de 25 años.
La noche del 12 de noviembre, la policía cercó a los manifestantes en el cruce de las avenidas Piérola y Abancay, cortando accesos de calles aledañas. En ese cuello de botella arrojaron bombas lacrimógenas. La brigada en la que estaba Diego atendió allí a sus ocho primeros heridos. Algunos recibieron reanimación sobre el pavimento, mientras la policía seguía ‘gaseando’ alrededor.
Con los jirones Azángaro y Lampa cerrados, la estampida de personas iba directo al punto de inicio: la Plaza San Martín. “Ahí nos volvieron a encerrar. La plaza se convirtió en una jaula mientras recibíamos más gas. Por cada cuadra que avanzábamos atendíamos a otras siete u ocho personas más. La represión continuó desde el Poder Judicial hasta la vía de ingreso subterránea de la Estación Central, donde algunos decidieron arrojarse”, recuerda el joven médico.
Fue entonces cuando Diego vio al joven retorciéndose de la asfixia. Sacó de un bolsillo la última venda que le quedaba, la rompió, le echó agua con bicarbonato y se la puso de inmediato en los ojos y la boca. Fueron los minutos más largos de su corta vida. El chico comenzó a respirar otra vez. Al día siguiente, la historia se repetiría.
Derecho a defenderse
La noticia sobre jóvenes detenidos arbitrariamente se propagaba más rápido que el propio gas lacrimógeno. A Carlos –así lo llamaremos para no revelar su identidad– lo detuvieron entre varios policías sin identificación, mientras ejercía su derecho a la protesta. Alguien que vio toda la escena tenía guardado en su celular el aviso de asesoría legal gratuita de Ana Lucía Puente, una joven abogada recién egresada que formó un grupo de voluntarias para defender a las víctimas de abuso de autoridad en las marchas.
Ana Lucía no había ejercido antes. Se licenció como abogada poco tiempo atrás y tenía los 206 artículos de la Constitución Política del Perú frescos en su memoria para comenzar a aplicarlos esa noche. Sus bases de operaciones durante la marcha fueron cuatro comisarías del centro de Lima: Cotabambas, Monserrat, San Andrés y Alfonso Ugarte. Para ir de una a otra tenía que inhalarse todo lo que flotaba en el ambiente.
Ana Lucía tomó el caso de Carlos. “Conversamos telefónicamente y le expliqué cuáles eran las acciones legales que procedían y le dije que yo iba a patrocinarlo sin cobrarle un sol”, dice. Sus compañeras de brigada legal se dividían para hacer lo mismo con otros 60 manifestantes detenidos.
No hay registro histórico de una manifestación masiva en el Perú liderada por jóvenes tan organizados en todos los frentes.
“Esta es una generación que se reivindica. Anteriormente fueron llamados ‘pulpines’ de forma despectiva. Se les ha ninguneado, menospreciado. No solo a nivel social sino también político: recordemos esa ley que creaba un régimen especial para precarizar el trabajo juvenil, con menos derechos. A diferencia de otras marchas, en esta no hubo liderazgos individualistas ni banderas”, opina Yrrivarren.
Eso explica por qué la voces de esta comunidad juvenil retumbaron más allá de las marchas. Al cierre de esta edición, el pronunciamiento de la Generación del Bicentenario ha sido firmado por 53 organizaciones y colectivos, en favor de hallar responsables de las detenciones arbitrarias, de los heridos, de la reparación de las familias de Jack Pintado e Inti Sotelo y de una transformación del sistema político.
Esa noche dejaron a Carlos en libertad, pero a Ana Lucía le esperan al menos dos meses de defensa legal ad honorem en favor del primer patrocinado de su carrera.
Redes contra la desinformación
Expresarse funciona. Protestar funciona. Pero, para alcanzar los objetivos de la movilización, había que unirse y organizarse. Un día antes de la marcha del sábado 14, los manifestantes tenían la ayuda médica y la asesoría legal, pero faltaba comunicación y registro gráfico de lo que pudiera ocurrir esa noche. El Tik Tok fue la plataforma informativa de la marcha, por su concepto de videos de edición y reproducción inmediatas. Joel Fuentes, un ‘tiktoker’ de 21 años con 438.000 seguidores, dejó de producir sus populares videos cargados de ironía para dar aliento y consejos a su audiencia, primero explicando el contexto político y luego promoviendo una protesta pacífica. “Si nos lanzan bombas, no las devolvamos: las apagamos”, se leía en los comentarios de sus publicaciones.
“Decidí hacer un activismo responsable publicando todo lo que nos permita estar seguros: puntos de encuentro, ubicación de la Cruz Roja y los desactivadores, médicos y abogados”, recuerda. El mensaje de Joel, incluso, traspasó fronteras. “Recibí mensajes de aliento de personas en el extranjero que también compartieron la realidad nacional en sus comunidades”, sostiene.
En paralelo, Twitter fue el complemento ideal contra la desinformación. El 11 de noviembre el hashtag #TerrorismoNuncaMas empezó a circular por parte de personas que buscaban desacreditar a los manifestantes. Un grupo de fanáticos del género k-pop, una de las comunidades culturales más populares en el Perú, se apropió de ese hashtag para compartir todo tipo de contenido musical, logrando que sea tendencia para difundir el género. El resultado fue conmovedor: en pocas horas lograron ‘desviar’ la etiqueta #TerrorismoNuncaMas de la marcha.
“Estamos despertando. Durante todo este tiempo hemos visto la injusticia frente a nuestras caras. Los jóvenes hemos callado durante mucho tiempo, quizá por temor a alzar nuestra voz. Pero lo que vemos ahora no son grupos políticos pidiendo cambios: es el Perú del Bicentenario reclamando a gritos igualdad un cambio en el sistema político”, dice José Luis Bernilla Activista ciudadano de Enfoques Perú.