Por: Cristian Ávila Jiménez
Ahí estaban, de noche y con un torrencial aguacero. La maleza y los árboles gigantes de la amazonia colombiana los cubría por completo y no había grito alguno que llegara a oídos de alguien. María Oliva Pérez y sus tres hijos estaban perdidos en terrenos desconocidos sin saber qué hacer o para dónde coger. No lo sabían aún, pero esta selva -hábitat de 77 especies de anfibios y réptiles y 38 especies de mamíferos, entre muchos otros animales- ya se los había devorado.
Ese jueves 19 de diciembre, María Pérez, una caqueteña radicada con su familia en Puerto Leguízamo, en Putumayo, había tomado camino hacia la finca donde laboraba su esposo Andrés Parra, en la vereda Bellavista. Era la primera vez que lo visitaban en ese lugar y solo llevaban consigo las ropas que vestían.
Durante el día sabía bien por donde cruzar la extensa montaña por la que caminaron unos 90 minutos hasta llegar a la finca. El retorno lo comenzaron hacia las 5 de la tarde, cuando todavía había luz, pero oscureció y se perdieron por completo del camino que los llevaría de retorno a su casa.
En su andar, María y sus hijos, de 14, 12 y 10 años (dos niñas y un niño), tomaron el camino equivocado y no les quedó de otra que pasar esa noche abrazados debajo de un árbol, el cual los cubría de la lluvia, hasta quedar dormidos con la esperanza de retomar la trocha correcta al otro día.
“Yo les decía que tranquilos, que mi Dios era grande, que Dios nos va a cuidar”
En los primeros cinco días no se atrevieron a comer nada, solo bebían agua de las quebradas que encontraron en su paso y ya las fuerzas empezaban a flaquear ante la ausencia de alimentos.
En la selva trataban de escapar de las zonas donde se veían huellas de animales grandes, por lo que cambiaban constantemente de rumbo para evitar encontrarse con una fiera salvaje.
Al tiempo, Andrés desesperado por no tener noticias de su familia y conocer que no habían llegado al hogar que habitaban en Puerto Leguízamo, abandonó su trabajo en la finca para buscarlos y dio aviso a las autoridades.
En su denuncia, el 23 de diciembre, Andrés manifestó que desconocía los paraderos de sus seres queridos desde hacía cinco días.
La primera en sucumbir fue precisamente María Oliva, a quien unas llagas le empezaron a salir en las piernas y las axilas, una fuerte fiebre también la hacía tambalear.
A la mujer también le dolía el mensaje de una de sus hijas: “Mami, hoy es Navidad y no tengo el regalo que yo quiero”.
A los días siguientes empezaron a consumir semillas que hallaban en el camino, era lo único que encontraban en la selva y su sabor era dulce. Le llamaban caimos.
“No me gustaban las pepas, pensé que podrían ser venenosas. Si los niños se las comían y yo no; yo quedaba viva y los niños, muertos. Esa posibilidad era como morir en vida, por eso también comía”, dice la mujer.
“El momento crítico fue cuando los niños estaban tan delgados. Nosotros prácticamente pensamos que moriríamos a la orilla del río”.
Para los 15 días internados en la selva todo era crítico.
Los niños al dar diez pasos caían al suelo desmayados e insectos como las garrapatas y los moscos usaban sus pieles para dejar sus larvas, por lo que sus cuerpos estaban infestados por picaduras y laceraciones producto de los ataques de estos animales que resultaron más feroces que cualquier especie salvaje que habita en el Amazonas.
-Un pescador, el enviado para el milagro-
La familia, dicen, vivía en agonía. Se desmayaban continuamente, no podían caminar y ya no tenían la cuenta de cuántos días llevaban perdidos en la selva, ¿para qué hacerlo?
Sus ropas todos los días resultaban empapadas por las lluvias. Sin embargo, debían estar todo el tiempo con ella, pues era lo escaso que los protegía de más picaduras de moscos.
Su refugio fue una playa cerca de un río, el cual estaba completamente embarrado por las lluvias. Tampoco tenían fuerzas o esperanzas para seguir gritando que los ayudaran, que estaban perdidos. A decir verdad, dice María, en lo único que confiaban es que un “milagro de Dios los salvara”, pues ya las esperanzas se agotaban.
Los niños contemplaron hacer una balsa, pero sus pocas fuerzas las emplearon en romper con sus dientes unas palmas que usaron durante todos sus días de penuria como cobijo en la espesa selva. Así, la idea de escapar de la jungla devoradora navegando se diluía.
“Amigo, hay una familia acá en La Esperanza que dice que se perdió hace como un mes y han aparecido flaquitos”.
“El momento crítico fue cuando los niños estaban tan delgados. Nosotros prácticamente pensamos que moriríamos a la orilla del río”, confiesa la mujer.
Como si estuvieran alucinando, los niños empezaron a escuchar un sonido estruendoso, juraban que era un helicóptero que los rescataría. Era la madrugada del viernes 24 de enero y poco se veía, pero con la poca energía que les quedaba hicieron un alboroto para que los vieran.
Una luz de linterna los iluminó. No se trataba de un avión sino de una pequeña canoa tripulada por un hombre quien llevaba a bordo a sus cuatro hijos y se encontraba de faena de pesca por el sector.
Esta había sido la única canoa vista por María Oliva durante los días que pasaron tirados a la deriva en esa playa. Ese pescador, dice la mujer, fue el enviado de Dios para hacer el milagro de rescatarlos.
El hombre los subió a su canoa y navegaron por unas cuatro horas. Aunque les ofrecieron pan y agua de panela, ellos vomitaban estos alimentos de inmediato, pues sus organismos no asimilaban la comida luego de un mes sin poder probarla.
El pescador no solo los rescató, también los cambió de canoa y pagó de su bolsillo para que los llevaran a una comunidad segura donde lograran estar a salvo.
Así fue que navegaron otras cuatro horas hasta llegar a la aldea La Esperanza, en Perú, donde una comunidad indígena les abrió, desde el viernes 24 de enero, sus hogares tras ver sus deteriorados estados de salud. María Oliva narra que las personas los cargaron y los acomodaron en una vivienda, pues los quejidos de los niños por sus laceraciones los conmovían.
El pescador no solo los rescató, también los cambió de canoa y pagó de su bolsillo para que los llevaran a una comunidad segura donde lograran estar a salvo.Así fue que navegaron otras cuatro horas hasta llegar a la aldea La Esperanza, en Perú, donde una comunidad indígena les abrió, desde el viernes 24 de enero, sus hogares tras ver sus deteriorados estados de salud. María Oliva narra que las personas los cargaron y los acomodaron en una vivienda, pues los quejidos de los niños por sus laceraciones los conmovían.
-El rescate-
“Amigo, hay una familia acá en La Esperanza que dice que se perdió hace como un mes y han aparecido flaquitos. Están acá en La Esperanza, dicen que son de Leguízamo, hay que buscarles familia, ¿no sé si sabe algo? Los están tratando en un puesto de salud”, avisa un audio que enviaron desde la comunidad a través de WhatsApp con unas fotografías del famélico estado de estas personas.
Por toda la frontera que divide a Perú con Colombia, por el río Putumayo, empezó a sonar la noticia de la familia que llevaba desaparecida y que a punto de morir de hambre fue rescatada por un pescador.
El audio y las fotos, que también fueron publicadas en Facebook, llegaron hasta el desesperado padre. Andrés, para ese viernes, confirma que se trata de su familia y así como llegó la cadena sobre estas personas en grave estado, devolvieron el mensaje para decir que gracias a Dios estaban vivos.
“Ellos son, están bien deshidratados, el mero hueso. Están muy mal de salud, ojalá vengan lo más pronto a rescatarlos, que venga helicóptero, lo que sea”, responde en un audio la persona que dio aviso sobre el hallazgo de la familia en La Esperanza.
Para el sábado 26 de enero, la Armada Nacional de Colombia, en un operativo con la Marina de Guerra del Perú, desplegó una Unidad tipo Hovercraft, la cual llegó hasta una comunidad ribereña sobre el río Putumayo.
Estas personas estaban tan lejos que se necesitaban cerca de 9 horas navegando por el río Putumayo para retornarlos a Puerto Leguízamo. La embarcación de la Armada recorrió 180 kilómetros hasta encontrarlos y llevarlos de nuevo a Colombia.
Al retornar, uno de los primeros en correr a verlos fue Andrés. La familia rompió en llanto al estar de nuevo juntos.
El primer parte médico en el Hospital María Angelines, de Puerto Leguízamo, señala que estas personas llegaron con desnutrición, hipertrofia muscular generalizada, deshidratación, lesiones en los pies e infecciones por hongos.
Pero lo más grave eran las miasis cutáneas. Según Ana Rosa Ropero, subdirectora Hospital María Angelines, esta complicación se caracteriza por una infestación de la piel por larvas (gusanos) de determinadas especies de mosca, pues durante los días en la selva fueron el nido para los insectos.
La situación era tan alarmante que a uno de los niños les debieron extirpar gusanos del tamaño de una moneda de sus cabezas, también cundidas por piojos.
Los cuatro pacientes fueron trasladados, primero a la Clínica Putumayo, en el municipio de Puerto Asís, pero por las graves afectaciones los remitieron este lunes a la Clínica Pabón, en Pasto.
Para María Luz Pérez, tía de los menores, toda esta situación es un verdadero “milagro de Dios”, pues reconoce que las esperanzas de hallarlos estaban desapareciendo.
No obstante, todo el proceso de recuperación será complicado y la familia cuenta con escasos recursos económicos, pues Andrés se vio obligado a dejar su trabajo por un mes tras la desaparición de su esposa e hijos y ahora está en Pasto con María Luz para cuidar a sus seres queridos.
La familia pide ayuda a las entidades y personas que puedan colaborarles con alimentos y ropa para los niños y quizá un hogar durante su estancia en Pasto. Si desea realizar alguna donación o brindar ayuda, puede comunicarse al 321 229 0644.
María Oliva, por su parte, señala que es una oportunidad para volver a vivir. “Eso sí, nunca más volveré a esa finca. No voy a arriesgar a mis hijos”, finaliza.