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Putumayo
Enrique Vera

Son las 10:29 a.m. y San Antonio del Estrecho (Loreto) debe arder a no menos de 35 grados. En las calles de esta localidad enclavada al borde del río Putumayo, en la frontera con Colombia, no hay señal de una población en trajín constante. Todo parece quieto y similar.

Los extensos sectores de vegetación espesa en el pueblo, están salpicados de construcciones de madera. Algunas casas aún llevan las pintas de cuatro agrupaciones políticas que disputaron un reducido electorado durante los últimos comicios.

La mayoría de los vecinos son campesinos y madres dedicados a la pesca y al cultivo de yuca y plátano. Hoy, un puñado de ellos merodea la plaza principal y enarbola banderitas de papel o pancartas de colores. Es una especie de junta de bienvenida para la comitiva del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis) que ha llegado
en visita de supervisión.

Dentro del local municipal, la titular del sector, Fiorella Molinelli, tratará de exponer el plan de acción que ejecuta el Estado desde el 2015 para enfrentar algunas necesidades del pueblo. Pero quizá estimulados por la inusual cantidad de autoridades en el lugar, los
campesinos no tardarán en demandar agua potable y medicinas, en un tumulto.

“Solo tenemos agua de pozo, por eso hay muchos niños con males parasitarios”, cuenta a El Comercio la única enfermera del Centro de Atención Primaria (CAP 1) de Essalud. Ella estima que solo en la última semana asistió a tres menores embarazadas y a siete niños
con anemia y desnutrición.

En el CAP 1 solo hay un médico que atiende a los habitantes de San Antonio del Estrecho y a los que consiguen llegar de alguna de las 82 comunidades dispersas a lo largo del río Putumayo. Allá residen 2.079 peruanos, pero no hay un servicio de transporte fijo que siquiera los acerque a este lugar. De hecho, las menores gestantes
que hace pocos días recibieron atención en el CAP 1 fueron traídas en lanchas de pescadores desde el Alto Putumayo.

San Antonio del Estrecho es una localidad con poco acceso a los alimentos. Hay electricidad por horas y dos precarios colegios con internado. Uno de ellos es el plantel Padre Medardo André, que alberga entre marzo y diciembre a 200 chicos, en su mayoría, de la cuenca del Putumayo.

El colegio Medardo André bien puede ser el último bastión de patriotismo en esta parte del país: los alumnos cantan el himno nacional y practican danzas peruanas típicas. Algo que en los caseríos fronterizos es totalmente desconocido.

Melissa, una de las alumnas de 13 años, proviene de la comunidad de Puerto Alegre, una de las más cercanas a Colombia.

Dice que casi todos sus amigos de allá van a estudiar al municipio colombiano de Puerto Leguízamo. Los escolares cruzan en canoas unos 150 metros de río, a diario, y en poco tiempo aprenden a la perfección el himno y las costumbres del país fronterizo. Los vecinos
de Melissa hacen el mismo recorrido para trabajar, obtener servicios en salud y proveerse de alimentos frescos.

Otra adolescente del mismo plantel cuenta que el viaje al Estrecho
desde Soplín Vargas, la comunidad donde nació, tarda cinco días por el río Putumayo. Hasta hace poco, los males endémicos en su caserío eran atendidos solo por médicos colombianos de paso. Aunque
infrecuentes, recuerda, esas visitas eran una bendición para aquel pueblo donde la gente suele fallecer por infecciones.

Mientras el lado colombiano de la frontera acoge a peruanos que trabajan en ganaderías o comercios con luz eléctrica permanente; a 100 o 200 metros de río las condiciones peruanas son paupérrimas.

—Nueva Esperanza—
Un helicóptero del Ejército ha tardado 35 minutos en llegar de San Antonio del Estrecho a Nueva Esperanza, en el Bajo Putumayo. En esta comunidad de 154 habitantes, resaltan los nativos de la etnia Ocaina, uno de los grupos indígenas asentados al lado del río.

La comitiva del Midis inspeccionará los servicios del Estado que el buque PIAS Putumayo 1 lleva a 22 localidades de la parte baja del Putumayo. Un navío similar (PIAS Putumayo 2) recorre al mismo tiempo la parte alta de la cuenca. Se trata de una labor que empezó en el 2015 y con la que el Gobierno intenta atenuar los largos años de abandono de estas comunidades fronterizas.

En su consultorio itinerante, el obstetra César Linares confirma que los embarazos de menores son los casos más graves y recurrentes en estos pueblos.

Antes de detenerse en Nueva Esperanza, el buque estuvo en la localidad de San Pedro y ahí atendió a dos chicas de 12 y 14 años en vías de ser madres. Otra de 15 está hace dos días en la embarcación al cuidado de su bebe. El niño padece una infección generalizada por picaduras de insectos y será llevado a Iquitos en el mismo helicóptero
que nos ha traído.

Nueva Esperanza es un lugar que no hace honor a su nombre. Sin posibilidades de progreso, los menores siguen el camino de sus padres y forjan desde temprano un destino que los enraíza a estas tierras. “Tienen hijos, dejan de estudiar y viven expuestos a males lejos
de todo”, lamenta el obstetra. Con la anemia y desnutrición crónica, la malaria es otro látigo incesante en estas zonas.

José Rodríguez Matías vive en la comunidad 7 de Agosto y ha viajado dos horas en balsa para hallar al PIAS 1 en Nueva Esperanza. Su hija debe pasar un control médico urgente. En marzo ella tuvo malaria y,
tras un mes sin auxilio, quedó a punto de morir. A su otra hija, menor, le pasó lo mismo. Tiene 9 años.

En pueblos como 7 de Agosto no hay luz eléctrica ni posta ni colegios, pero sí parejas con varios hijos y perennes plagas de insectos. Hace tanto calor que a ratos la tierra pareciera partirse. Los vecinos comen de lo que siembran o pescan. Y no tienen forma de comunicarse más que clamando ayuda por el teléfono del puesto policial de Nueva Esperanza, el único en toda la cuenca. “Así he salvado a mis hijas. Así podemos sobrevivir”, dice José.

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