Rezar, por Carlos Galdós
Rezar, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

Como todos los alumnos de colegios religiosos de mi generación, yo he rezado muchísimo. A la hora de entrada. A la hora de la lonchera. A la salida. Rezaba de paporreta. Rezaba porque me castigaban (qué terrible error). Rezaba porque era parte del examen oral de religión repetir el “Dios te salve”. Rezaba porque, si lo hacías bonito y con los ojos cerrados, te dejaban salir antes al recreo. Rezaba después de confesarme mensualmente, 10 avemarías y 10 padrenuestros. Rezaba porque mi mamá me pedía que la acompañe y, si no, me quedaba castigado sin salir a jugar. Rezaba cuando me decía “y mejor ve rezando para que no me moleste”. Entonces yo, educado, le hacía caso. Es decir, rezaba como si se tratara de un acto mecánico, como un disco rayado. Hacía competencia de quién rezaba más rápido al revés y al derecho. Rezaba sin ninguna razón contundente para hacerlo. Rezaba sin saber a quién le hablaba ni para qué, mucho menos por qué. El acto de rezar me fue inculcado como si se tratara del más potente de los detergentes blanqueadores. “Puedes hacer lo que quieras mal pero, si rezas, al toque Dios te perdona y saca en el acto toda la negrura de tus actos”.

Un día llegó mi abuela a la casa llorando, asustada y con la pierna sangrando. Yo tenía 14 años. Un perro de raza doberman la había mordido y la sangre no paraba de chorrear. La llevamos de inmediato a la emergencia del Hospital del Empleado. Pasé una puerta, dos, tres, hasta que en la cuarta el médico me dijo: “Usted se queda aquí, no puede ingresar”. En su paso desde la avenida Salaverry hasta la emergencia propiamente dicha, mi abuela iba respondiendo una a una las preguntas que le hacían. La sangre seguía corriendo y yo veía cómo se formaba un camino de gotitas. Lo último que escuché fue al doctor decir: “Ojalá el perro no tenga rabia porque, si no, podría ser muy grave”. Con esa frase llegué a la cuarta puerta y ahí me quedé, sentado, preocupado y automáticamente, sin que nadie me lo pidiera, me puse a rezar. No como lo había aprendido en el colegio, no de memoria, tampoco para salir primero al recreo, mucho menos para lavar algún pecado por los que a diario me hacían rezar. En esa oportunidad, por primera vez rezaba con un propósito verdadero, como se tiene que hacer desde la certeza de la fe. ¿Qué es eso? Es cuando tienes el pleno convencimiento de que eso que pides te será concedido desde lo imposible. La evidencia de lo que aún no se ve. La seguridad de lo que aún no se tiene. Horas más tarde, mi abuela salió caminando por la misma ruta que habían dejado sus gotitas de sangre.

A lo largo de mi vida me he ido entrenando en la oración y también en el rezo. Solo hallo paz, encuentro consuelo y verdad en ese momento. Tengo la suerte de conocer un buen amigo sacerdote. También tengo una amiga monja que me cuenta que de vez en cuando ve mi programa de televisión (lo sé porque al día siguiente siempre me saca de los pelos a rezar a la capilla de las Torres de San Borja). Hay temporadas en las que rezo mucho, otras en las que solo agradezco, otras en las que cuestiono y esas tal vez son las que más me gustan porque es cuando más cerca me siento de alguna divinidad a la que le pido cuentas y exijo resultados. Y es tan grande su sabiduría que siempre me responde, pero en el momento adecuado, no siempre cuando yo quiero.

Yo no solo cuento chistes en mis shows ni juego a hacerme el chico malcriado de la tele y la radio. Ante todo soy un hombre que ora y reza.

Esta nota fue publicada el 15 de abril del 2017 en la revista Somos. 

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