“No es secuestro, ha sido conversación de dos horas para identificación y no solamente con las rondas, sino con el alcalde del lugar”, dijo Fernando Chuquilín sobre lo sucedido con los periodistas de “Cuarto poder”. Chuquilín es un veterano dirigente de las rondas campesinas y urbanas de Cajamarca, y dio esas declaraciones sabiendo, por experiencia propia, las implicancias penales de un caso como aquel.
A fines del 2020, Chuquilín y otros dos ronderos fueron sentenciados en primera instancia a 30 años de prisión por el secuestro de Felizardo Terán, un hombre al que acusaban de estafa. A Terán lo detuvieron, lo amarraron y lo mantuvieron encerrado durante 17 días en el distrito de Llapa (provincia de San Miguel). El Juzgado Penal de Cajamarca consideró que Chuquilín “excedió su atribución” como rondero y lo condenó.
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Pese a que la sentencia fue confirmada, un año después, en enero del 2022, y en medio de presiones y varias marchas de protesta de los ronderos en Cajamarca, Chuquilín y los otros dos acusados fueron absueltos.
“La brega contra la delincuencia continúa”, dijo Chuquilín a una radio cajamarquina apenas fue notificado por el juzgado.
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Abusadores ocultos
Mucho se ha discutido en las últimas semanas sobre el rol importante de las rondas campesinas en la lucha contra la delincuencia –que lo tienen, eso está demostrado–, pero también sobre sus excesos, a partir de la seria denuncia de siete mujeres y un hombre acusados de brujería y castigados de una manera atroz por ronderos de la localidad de Chillia, en Pataz (La Libertad). “Estoy mal, me colgaron de una viga y me pegaban con cordones y correas. Me quemaron con electricidad”, ha narrado María Ávila, una de las víctimas.
Pero volviendo a lo que sucede en Cajamarca, también se ha hablado mucho sobre aquellos otros delitos que se cometen constantemente en territorios comunales, y que las rondas no ven.
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Uno de ellos quizá pase desapercibido en este debate deontológico sobre las rondas, pero no para las víctimas. Cajamarca es la región con la mayor cantidad de requisitoriados por violación sexual a menores de edad en todo el país.
Según el Programa de Recompensas del Ministerio del Interior, en este momento hay 72 hombres acusados de abuso contra niños y niñas en Cajamarca. En el 2018, eran más de 100 los violadores de esa región los que estaban prófugos, pero la policía los ha ido atrapando.
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Lo que se esconde
Otro problema social gravísimo que crece en esta jurisdicción es el cultivo ilegal de amapola, insumo principal para la producción de látex de opio y heroína. En enero de este año, un equipo de 15 policías se desplazó hacia el anexo de Lucma, ubicado en un caserío de Culdén, perteneciente al distrito de Catache (provincia cajamarquina de Santa Cruz), y erradicó 2.232 plantones distribuidos en cuatro parcelas.
Fue uno de los operativos más recientes, pero no el único, pues este problema se remonta a muchos años atrás. En 1998, se detectaron las primeras tres hectáreas de amapola, y en el 2002, hace dos décadas, ya había unas 200. Como esta planta se siembra en espacios casi inaccesibles –el anexo de Lucma es un ejemplo–, es difícil saber la extensión precisa de los cultivos, pero esta es una industria en alza.
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Según ha explicado Jaime Antezana, analista en temas de narcotráfico, Cajamarca es la ‘capital’ de la amapola en el Perú, y allí operan alrededor de 60 firmas dedicadas a su comercialización.
Se produce principalmente en las provincias de Chota y Celendín, y se acopia en Hualgayoc. Estas son las provincias donde los ronderos son, al menos en teoría, las autoridades más confiables e incorruptibles.