A poco menos de un año de dar a conocer el abandono en el que viven los habitantes de Purús, frontera ucayalina con Brasil, un equipo de El Comercio regresó a esta remota zona de selva para contar la historia de una segunda localidad que vive en desamparo total: Yurúa, con 2.600 personas sin agua potable, un decadente sistema de salud, sin insumos de primera necesidad y, aún peor, arrinconados por redes de narcotráfico que aprovechan la ausencia policial para convertirla en zona de paso de la droga. El reportaje en video se publicará mañana en www.elcomercio.pe y las redes sociales del decano.
La pesadilla de vivir sin agua potable
Ramón Guerra llegó a la comunidad de Breu –distrito de Yurúa, provincia de Atalaya, Ucayali– en 1979, cuando era un joven soldado del Ejército. Lo que pensó que sería un campamento militar temporal terminó convirtiéndose en toda una vida. Dice que Breu es como un paraíso y puede que tenga razón: los amaneceres y atardeceres son postales perfectas. Pero la belleza de los paisajes contrasta con la dramática realidad sanitaria y alimentaria.
La mayoría de la gente en Yurúa se alimenta de lo que caza, pesca o cosecha, como sus antepasados. Y nada ha cambiado desde que llegó Ramón aquí hace más de 40 años. Tampoco ha cambiado el escaso acceso al agua. Todas las mañanas, junto a su esposa Elda, deben asegurarse de que la lluvia llene un recipiente colocado en la entrada de su hogar. Cuando no llueve, usan un pozo común y, si este se seca, recogen el agua del río que, pese a que muchos la hierven, los termina enfermando. Los más afectados son los niños.
“El agua de Yurúa es sucia, nos hace doler la barriga, nos da dolor de cabeza, nos da diarrea, vómito”, comenta Ramón.
Increíblemente, la anterior gestión municipal de Yurúa inauguró un moderno sistema de agua y desagüe, que permitía extraer el agua del río para limpiarla y distribuirla, por cerca de 17 millones de soles, pero que dejó de funcionar a los pocos días.
Abandono que enferma
José Muñoz es un técnico en enfermería que, desde hace un año, no ve a su familia luego de dejar Lima para viajar a Yurúa. Aunque tiene un horario ‘fijo’ como trabajador en el centro de salud de Breu, este joven de 28 años no descansa. En las noches, mientras todos duermen, él suele cortar su sueño para recibir a una familia con algún pariente enfermo para atenderlo.
“Ningún médico quiere venir a trabajar a Breu, dicen que es muy lejos y que el Estado paga poco. Yo no quería quedarme aquí, pero ¿cómo voy a dejar a esta gente así?”, comenta, mientras supervisa a una bebe de 2 años que fue mordida por una serpiente. En los estantes, Muñoz solo cuenta con medicamentos básicos. Con ellos debe darse abasto para atender a todos.
Al costado del centro de salud, yacen las obras paralizadas del que sería el nuevo hospital de Yurúa, con una inversión de 33 millones de soles. Pese a que debía inaugurarse en abril del 2022, desde afuera solo se ven las obras inconclusas.
Los enfermos más graves que José no puede atender por falta de recursos deben recibir tratamiento en el hospital de Pucallpa, a unas dos horas en avioneta. Para llegar hasta allí, los pacientes deben hacerlo con su dinero, pero como muchos no están en condiciones para pagar 100 soles por tramo en avioneta, prefieren atenderse en el hospital de Foz do Breu, en Brasil, a cuatro horas en bote.
Desabastecimiento permanente
Mabel Andrade es un comerciante brasileño que todos los meses llega al puerto de Breu en una barcaza cargada de productos de primera necesidad para abastecer a los negocios. Cuando lo encontramos, ya había vendido todo.
La escasez de productos nacionales es otro de los problemas de los que adolece Yurúa. El desabastecimiento se da debido a las escasas vías de transporte. Como la única manera de transportarlos es por aire, el pago del flete ha hecho que los precios se multipliquen. Aquí, un balón de gas llega a costar hasta 220 soles; y un pollo entero, 60 soles. Esto hace que los peruanos prefieran comprar productos provenientes de Brasil.
Mabel hace dos o hasta tres viajes al mes y también transporta petróleo que le vende a la Municipalidad de Yurúa para acceso al servicio eléctrico. El negocio de este empresario brasileño es intercambiar sus productos por motores, botas o hasta hachas, cosas que, según dice, en nuestro país cuestan mucho menos.
Ahogados por el narcotráfico
Fernando Aroni, subprefecto de Yurúa, sostiene que cada vez más habitantes están siendo captados por narcotraficantes para trabajar como ‘mochileros’ en el transporte de la droga desde Nueva Italia, en Tahuanía, hasta Marechal Thaumaturgo, en Brasil. “Todas las noches pasan botes llevando droga. Acá no hay control, es tierra de nadie”. Comenta, además, que ha aumentado el consumo de droga en jóvenes y niños, que son estimulados por quienes los reclutan.
“Están consumiendo droga desde los 5 años. Tenemos hermanos en contacto inicial [salen de una situación de no contactados] que es el pueblo Chitonahua. Se están enviciando en el consumo”, asegura Aroni.
Agrega que el paso de ‘mochileros’ y de embarcaciones con droga se da porque no hay control en la frontera, en el hito 38. Le pedimos que nos acompañe para constatar lo que nos dice. Luego de viajar cuatro horas en bote por el río Yurúa, nos recibió un pequeño cartel de color rojo con letras blancas, oculto entre la maleza, la única señal que indica el límite con Brasil.
A pocos metros, el único puesto de control fronterizo luce totalmente vandalizado y sin presencia policial. Según Aroni, un grupo de agentes que están en un local policial en Breu debería estar cuidando el puesto del hito 38. Regresamos a buscarlos para saber por qué no están en la frontera.
Luego de insistirle, uno de ellos aceptó hablar. El agente dice que no conocen el puesto fronterizo, “solamente por fotos y por referencia de la gente”. ¿Y si alguien les llama para pedirles que vayan al hito 38?, le preguntamos. “No tenemos en qué ir. No hay logística”, asegura. Dice que el dinero que destinan para su rancho apenas les alcanza para alimentarse. “Acá estamos abandonadas todas las entidades del Estado”, denuncia. Y una pregunta cae por su propio peso: ¿quién cuida nuestras fronteras?