En la puerta principal del penal de Lurigancho, un par de perros hacen guardia. Aunque no lucen uniformados, personal del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), bromea diciendo que son parte de la brigada canina. Las risas se sueltan, durante ese breve desorden dos hombres vestidos de verde militar nos piden los documentos y nos dejan ingresar. Adentro nos espera una realidad aún desconocida entre las paredes de ese imponente complejo carcelario que actualmente casi cuadruplica su capacidad de albergue.
Una advertencia, recorrer el recinto puede ser agotador. No por las largas distancias entre sectores, sino por las miradas duras que se reciben mientras se transita por los pasillos por donde los internos caminan a diario. Nuestro equipo de prensa llega como un turista extranjero, a quien le mostrarán lo positivo, de un lugar en el cual todo parece negativo y sin salida.
Más de 9.300 privados de la libertad conviven día a día entre celdas, covachas, colchones destartalados, aulas de clases y talleres que, según comentan ellos, los ayudarán en su rehabilitación. Esto último es solo una opción para unos cuantos, porque existe una mayoría que prefiere pasar sus días entre las cuatro paredes de sus pabellones. O, como dice una salsa antigua, en un mundo de cuatro esquinas donde siempre habrá lo mismo.
El camino es un poco accidentado, solo hay tierra muerta para pisar. El calor en el distrito de San Juan de Lurigancho empieza a quemar. Una ambulancia yace frente a la entrada metálica de la zona que agrupa a todos los pabellones. Cruzar ese portón negro de hierro, resguardado y asegurado con grandes candados, puede ser una victoria o la bienvenida al mismo infierno. De una puerta sale un interno escoltado por dos agentes. Él tiene las manos esposadas, también los pies. Camina con dificultad pero sonríe. Sube a la unidad médica y lo hacen esperar ahí. Son las 9:00 a.m. del 7 de junio de 2023, el día recién empieza.
Para adentrarnos más, debemos pasar un control de identidad. Desde una ventanilla una mujer nos solicita el DNI, también colocamos nuestras huellas dactilares sobre una pequeña pantalla, la cual las escaneará. Nos dan una ficha a cambio de nuestro documento de identidad. Si la perdemos sería un largo proceso para poder salir porque tendrían que “voltear” todo el penal. Algún interno podría tomarla e intentar escapar. Extraviarla no es una opción. Luego, nos conducen a un pequeño espacio. Ahí, una agente nos revisa de pies a cabeza.
-¿Traes celular?, me pregunta.
-Sí, respondo -algo nerviosa-.
-Okay, mantenlo en tu mano.
Encerrados
Dan una orden y se abre la puerta que nos hará cruzar directamente a un patio. Este funciona como puente hacia los diecisiete pabellones en donde los reclusos se enfrentan a realidades propias. Las radios de los agentes suenan. La mayoría de las paredes están pintadas de un color crema, el mismo genera que la luz se pierda o sea más tenue y el ambiente pesado.
Nos acompaña un gran grupo de prensa del INPE, todas mujeres, orgullosas de los logros de los internos, quienes son parte de algunos de los programas de resocialización que se realizan al interior.
Los hombres privados de libertad caminan en filas, entrecruzando sus historias criminales. Sus jornadas de clases y trabajos, han iniciado. Los agentes los cuentan uno a uno, esta mañana son 9.309 identificados. Ellos son custodiados por 200 agentes INPE. Al chocarnos con algunos, nos saludan. “Buenos días, buenos días”, dicen.
Atravesamos unas cuantas rejas más y llegamos a un corredor llamado Jirón de la Unión. Según narran nuestras guías, cuando el penal era administrado por la Policía Nacional del Perú (PNP), ese largo pasadizo estaba abarrotado por vendedores ambulantes que vendían de todo sin control alguno. Los reclusos podían hacer y deshacer el lugar a su conveniencia. El caos se detuvo en 2017, cuando el INPE recobró la dirección.
El corredor hoy luce bastante limpio. Caminamos recto por unos minutos, hasta que nos chocamos con la puerta del pabellón 10. El subdirector del penal, Wenceslao Valdivia, comenta que es de máxima seguridad, pero solo lo dice en voz baja. Entramos sin pensarlo mucho. Decenas de hombres nos reciben con gestos desafiantes. Se pasan la voz los unos a los otros con muecas, silbidos. Caminan rápido, otros solo se quedan parados a mirar. Varios visten ropa de marca. Zapatillas Nike, Puma, bastante limpias. También sandalias en un estado que aún les permiten desplazarse.
Al levantar la mirada, varios tendederos improvisados adornan las paredes pintadas de un azul eléctrico. Algunos sujetos hablan a través de los teléfonos públicos que están colgados en una pared. Cuando se percatan de nuestra presencia deciden cortar y moverse. Marcan su territorio con líneas invisibles, jerarquías que se basan en el respeto o temor.
No duramos mucho tiempo en él, nos hicieron avanzar hasta una zona llamada “corretaje”. Allí, los reclusos han armado literas de tres niveles para poder dormir. El espacio es limitado, sus cabezas casi pueden tocar los techos. Son cuartos donde el olor a sucio, desagüe y humedad se mezclan. Las condiciones de vida son evidentemente precarias; sin embargo, los pisos lucen recién limpios, como si esperaran visita.
Un grupo ve el segmento de espectáculos de un noticiero, bastante atentos. Otros duermen, mientras un par solo mira al suelo, como si pudieran traspasarlo si sostienen buen tiempo la mirada. Las literas improvisadas, que son una respuesta al hacinamiento, tienen 10 años de existencia. Parece que nada ha cambiado.
Saber vivir-la
Nos conducen a otro pabellón de número par, el seis. En la puerta escuchamos golpes contra puertas, también gritos y órdenes directas para que formen en medio del patio.
Dentro del recinto, el cual tiene capacidad para 220 personas, nos reciben más de 600. “Aquí es la vida normal, tienes que saber vivirla no más”, cuenta Ángelo. Tiene 21 años y purga condena por robo agravado. Le quitó el celular a alguien en Barranco, su propio barrio. En ese momento perdió la posibilidad de caminar cerca al mar y ahora solo divaga por el patio de su pabellón aprendiendo cómo sobrevivir entre las reglas del hampa que se imponen en los penales. No va a clases, de hecho, dejó el colegio en quinto de secundaria. “La mala vida. No tenía a nadie”, murmura.
Centella, un hombre robusto de muchísimos tatuajes, representa ante los agentes del INPE a todos los internos que viven en el sector seis. Las siluetas de mujeres talladas en sus brazos son lo más resaltante, después del estampado de su polo, un oso grande, muy parecido a él. Lleva diez años en el penal. “Ellos me pusieron a mí. Soy, mejor dicho, su líder”, me cuenta con su voz ronca.
Luego nos guía hasta el módulo del “área común” del pabellón seis. En la puerta hay un papel con decenas de nombres de quienes la habitan. Al final de esa lista están las siglas del distrito de San Martín de Porres (SMP). Al interior, los hombres deciden no ver hacia la cámara. Solo acatan la orden de sentarse y mantenerse quietos. Nos sacan rápidamente del lugar. En dos horas abandonaremos el penal y ellos seguirán ahí, sin ese orden que los agentes quieren demostrar que existe.
Se escucha de nuevo el bullicio, los hacen volver a sus celdas. Todos forman a lo largo de un pasillo. Las mujeres de prensa del INPE cuentan, orgullosas, que el arma disuasiva de los agentes es su voz. Ellos comienzan a poner orden, los internos se pegan contra las paredes. Vuelvo a ver a Centella y me despido. Decide guardar silencio. Detrás de él, dos hombres lo resguardan.
Aprender desde cero
“Ba, be, bi, bo, bu”, gritan 26 reclusos en coro, luego de que la profesora Nancy les pregunte con qué sílaba se escribe “bandera”. Son alumnos de una clase de alfabetización, como parte de los programas del INPE para que los hombres, quienes cumplen condena en el penal, puedan culminar sus estudios. En la pizarra, la fecha está escrita con diferentes letras. “Mie rcoles 7 de Junio del 2023″ se lee. “Dia de la bandera”, también han colocado. La “ba” está subrayada.
Quienes quieran asistir a clases, deben adquirir sus útiles escolares. Algunos tienen cuadernos, reglas en estuche, lápices. Otros, quienes no corren con la misma suerte, pero aun así quieren estudiar, solo llegan a sentarse y participar. Los asistentes, en su mayoría de tercera edad, tienen pequeños retazos de papel rojo y blanco sobre sus mesas, están aprendiendo sobre la historia de la bandera del Perú y la valerosa acción de Alfonso Ugarte.
En un aula cercana, se imparten clases de electrónica, Steven, de 23 años, presta atención a su clase, sentado estratégicamente frente a la pizarra con su cuaderno de apuntes. Cuando nos ve, sonríe. Me acerco a él y conversamos. Es Colombiano, hace dos años llegó al Perú y hace uno, está preso porque se metió a robar a una casa en SMP y lo agarraron. Lo cuenta con algo de vergüenza y mira hacia un costado.
Toda su familia está en Bogotá, aquí solo lo visita su hermano. “Venimos de lunes a viernes. De 8 a.m. a 12:30 p.m.”, cuenta. Lleva tres meses estudiando sobre corriente. Anteriormente, también llevó un curso. “Debo cumplir 40 meses, ya llevo 13. El año pasado estudié carpintería. Tengo que aprovechar en algo el tiempo”, me dice y sonríe. Con esa misma sonrisa posa frente al lente de la cámara.
La fortuna de algunos
En el área industrial se agrupan al menos cuatro talleres. Uno es la empresa Eterna, la cual se dedica a construir cocinas grandes, cajas chinas, parrillas y otros elementos para restaurantes. En ese taller, hay catorce internos a cargo del señor Ríos, quienes son capacitados constantemente.
“¿Tú estabas en el seis, ¿no?”, me dice un interno riendo. Le respondo que sí y le pregunto cómo lo sabía. Me mira, se ríe y comenta que él estuvo en la formación temprano, solo que ya ha comenzado a trabajar.
Frente a ellos, está el taller de carpintería. Los privados de libertad aprenden diversas técnicas de corte, tallado y ensamblaje. Luego, está el taller de confección donde se fabrican zapatos, mochilas pequeñas y ropa. Al final del pasillo, está la empresa PAE, en la cual se arman árboles de la fortuna y se reparten en diversos puntos de la ciudad. Saliendo de ese pabellón, hay otro de alfombras bordadas y cerámicas.
En medio de todos, al lado de un lavadero, en el corredor principal, un hombre delgado se seca las manos, a su lado un arpa posa imponente. “Toco desde que soy bien niño, desde los ocho años”, me cuenta. Nilber Gamarra, arpista del penal de Lurigancho, decide acomodarse y tocar una melodía. Tiene 57 años, en un mes saldrá en libertad y sueña con poner su academia de música. “Esta es la mejor terapia para mí, sin la música no podría estar tranquilo”, dice. “Yo soy de Marañón, Huánuco. Llegué primero a Huacho en 1985, luego me fui a Lima. Lo demás ya no lo quiero recordar”, concluye.
El señor Molina Pizarro, nos da un pequeño tour dentro del taller que él dirige. Hace poco más de cuatro años ingresó por el delito de robo agravado. Hoy, es un póstumo administrador de la empresa de artesanía PAE y líder de varios nuevos aprendices, quienes lo miran con optimismo. Probablemente en un año ya esté fuera, esperando continuar con sus negocios. “Gracias a Cárceles Productivas estamos aquí con otro tipo de vida”, reconoce.
La fortuna detrás de estos adornos bien detallados, no es más que un meticuloso trabajo de hombres, quienes fallaron ante la ley y hoy deben cumplir condena entre rejas, perros y gatos en el recinto penitenciario más grande y más hacinado del país. Aunque algunos se resisten al progreso, un gran número está enlistado en programas productivos que les ayudan en su reinserción social.
Son las 12:00 p.m., la hora del almuerzo para los privados de libertad, también de nuestro desencierro. Caminamos rápido a la salida, entregamos nuestras fichas y salimos, todavía procesando lo vivido.