El 31 de mayo de 1970 un terremoto de magnitud 7,9 sacudió a los departamentos de Áncash, Huánuco, Lima y La Libertad. El sismo, que se prolongó por 45 segundos y es considerado el más devastador en la historia de nuestro país, provocó que 40 millones de metros cúbicos de hielo se desprendieran del pico norte del Huascarán.
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La inmensa masa de hielo, rocas y lodo tardó solo tres minutos en llegar a las ciudades de Ranrahirca y Yungay, para ese entonces la segunda más importante del Callejón de Huaylas.
Como parte de la campaña Peruanos que Suman de El Comercio y el BCP, llegamos a la ciudad de Caraz y luego viajamos 20 minutos más por carretera para llegar al camposanto de Yungay. En la puerta nos espera Almaquio Ortega, sobreviviente de aquella tragedia que hoy, a sus 78 años, trabaja como guía del lugar intentando que la memoria de su familia y los miles de yungaínos que perecieron aquella tarde continúe viva.
“Recuerdo que aquel día se inauguraba el mundial de México 1970, yo recién había regresado ese año a Yungay después de servir a la patria durante dos años. Me invitaron a ver el partido en un pueblo cercano y desde ahí presencié todo”, narra don Almaquio desde lo alto del cementerio yungaíno, el único lugar de la ciudad en el que pudieron salvarse personas.
“Este cementerio tiene cinco niveles, los dos de abajo quedaron totalmente sepultados. Solo los que estuvieron acá arriba lograron sobrevivir”, explica.
Aquella tarde se estima que murieron unas 25 mil personas en Yungay y la vecina Ranrahirca. Entre ellos se encontraban Paulino y Julia, los padres de don Almaquio; además de Serapio y Carlos, sus hermanos menores.
“Mi vida cambió por completo. Yo había nacido aquí, en el jirón 2 de mayo. Estudié en las escuelas 370 y 361. Salía a jugar en estas calles. En 1962 habíamos sobrevivido a una tragedia similar que devastó Ranrahirca, por eso en Yungay nos habíamos confiado de que cualquier alud seguiría esa dirección, nadie pensaba que se desviaría hacia aquí. Ahora, cuando yo veo al camposanto, a pesar de que está enterrado, sigo viendo aquella hermosa ciudad”, se lamenta don Almaquio.
La tragedia obligó al entonces veinteañero a abandonar su pueblo y buscar trabajo en la costa. Así pasó varios años, pero la informalidad que vive enquistada en nuestro país llevó a que ahora, con 76 años, no pueda gozar de una pensión y dependa enteramente del Seguro Integral de Salud.
Don Almaquio, quien decidió volver a su tierra hace más de 15 años, comenzó a pedir trabajo en las instituciones locales. “Así que me propusieron convertirme en guía en Yungay. Llegó un profesional turístico de Huaraz y nos capacitó a mi y a otro compañero, fuimos de los primeros guías locales por acá”, asegura.
Desde entonces, el amargo recuerdo de aquella tarde de 1970 se convirtió en su forma de subsistir. “A mí lo único que me falta cuando guío a un grupo por el camposanto es llorar. Aquella tarde solo alcancé a ver cómo se desprendía el bloque de hielo, no pude ver más porque una polvareda se levantó en todo el pueblo. Mi único deseo es que mediante mi trabajo el recuerdo no se pierda, que la gente no olvide qué hubo aquí. Qué hay aquí abajo todavía”, reflexiona mientras caminamos por un jardín circular de ocho salidas y en el que se ve un grueso fierro forjado sobresaliendo del suelo.
“Esta era la plaza de armas. Año a año el nivel de la tierra ha ido bajando y revelando algunos restos de lo que quedó bajo nuestros pies”, afirma.
Un grupo de ansiosos turistas esperan a don Almaquio en la puerta del camposanto cuando nos despedimos de él. Nuestro viaje debe continuar, dejando atrás al callejón de Huaylas para dirigirnos hacia Casma, pero con la seguridad de que la memoria sobre la tragedia que asoló a este lugar es religiosamente protegida por un peruano que suma.
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