Dos años antes de que Sendero Luminoso irrumpiera en nuestras vidas, los peruanos seguimos por 55 días los incidentes de una acción terrorista. Subversivos urbanos, suspenso, teorías de la conspiración, fotos del secuestrado desaliñado con la portada del día, intervención del Papa, el canciller gringo Henry Kissinger y la CIA, el líder soviético Aléksei Kosygin y la KGB; todo eso se mezcló en el rapto y asesinato del ex primer ministro italiano Aldo Moro.
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Mucho de lo que pasó en Roma entre el 16 de marzo y el 9 de mayo de 1978; ha marcado hasta hoy la percepción universal del terrorismo urbano de célula clandestina que medra entre la universidad pública y sus escondrijos. Los perpetradores, las Brigate Rosse (Brigadas Rojas), eran una derivación fundamentalista del comunismo italiano. Lo que hicieron fue terrible pero no inédito: varios movimientos subterráneos ya habían perpetrado acciones similares en otras latitudes. Por ejemplo, los tupamaros uruguayos, uno de cuyos dirigentes era el futuro presidente José Mujica, secuestraron al embajador británico Geoffrey Jackson en 1971, para proponer un canje con sus correligionarios presos. En lugar de canje, hubo una fuga masiva de tupamaros presos y a Jackson lo liberaron sano y salvo. El Perú no tenía grupos dedicados al terrorismo urbano sino a la guerrilla rural; aunque un grupo trotskista asaltó a un banco para ayudar financiar la revuelta de su correligionario Hugo Blanco en La Convención, Cusco.
¿Alberto Fujimori tiene algo que ver con Moro? No, nada. El ‘Chino’ fue un outsider desideologizado que fundó un ‘partido express’ solo para postular; Moro era dirigente de la Democracia Cristiana, el partido que gobernaba Italia ininterrumpidamente desde la caída del fascismo en 1946, conciliando el liberalismo con la doctrina social de la Iglesia. Había sido primer ministro (la máxima autoridad en ese régimen parlamentarista) entre 1963 y 1968 y volvió a serlo entre 1974 y 1976. Más insider, imposible. Tan integrado al sistema era Moro que, desde que dejó el premierato en julio del 76, había bregado junto a Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista Italiano, para forjar el Compromesso Storico que le permitiría a la DC mantener su hegemonía, compartiendo parcelas de poder con los comunistas.
Precisamente en la mañana del día en que su correligionario y sucesor, el primer ministro Giulio Andreotti, iba a recibir en el parlamento el respaldo del PCI, como primera concreción del ‘compromesso’; un comando de las BR, disfrazados de tripulación de Alitalia, emboscó al auto que trasladaba a Moro, mató en el tiroteo a sus 5 escoltas y lo secuestró. En sus primeros comunicados –hubo varios- dijeron que el objetivo del secuestro, como el de Jackson en Montevideo, era canjear a Moro por un grupo de sus correligionarios presos. El gobierno mostró una inusitada dureza y se resistió a negociar. Las BR ayudaron a difundir cartas de Moro a sus correligionarios, en la que mostraba miedo y los instaba a acceder a las demandas de sus captores.
No hubo acuerdo de la élite para salvarle la vida. El 9 de mayo, su cadáver apareció en la maletera de un auto abandonado, cerca de los locales de la DC y del PCI. No había que ser conspiranoico para establecer que, la brega de Moro por el ‘compromesso’, lo había distanciado de muchos políticos que en otras circunstancias hubieran hecho lo imposible por salvarle la vida. No solo buena parte de la derecha, el centro y la izquierda italiana, recelaron del pacto; sino que, abiertamente, Washington y Moscú, enviaron señas contra él. Muerto Moro, el acuerdo lo sobrevivió por poco tiempo.
63 brigadistas fueron detenidos y juzgados, en audiencias públicas, en jaulas puestas en un auditorio. 54 mostraron espíritu colaborador y 9 rebeldes fueron puestos en una jaula aparte desde donde gritaron consignas y la sala les respondió con abucheos, hasta que los jueces pusieron orden. Es posible que es ese juicio inspirara, de alguna forma, la puesta en escena de Abimael Guzmán enjaulado con traje a rayas.
Condonados
La comparación que hace Ferrero Costa no es con Moro, sino con los terroristas. El presidente del TC ha vivido en Italia en dos oportunidades, como estudiante a inicios de los 70 y como embajador político entre el 2009 y el 2010. Es autor, además, de “La presencia de Garibaldi en el Perú” (Universidad de Lima, 2011), un libro sobre el viaje del prócer de la reunificación de Italia por Sudamérica; así que tiene familiaridad con la historia italiana. Lo llamé y le pregunté por qué escogió para fundamentar su voto a favor de Fujimori, de entre todos los posibles ejemplos de crimen, castigo y perdón, el caso de Moro y la Brigadas Rojas: “Me impresionó que mataran a un líder de la política italiana y luego me volvió a impresionar que en menos de 10 años quedaran en libertad los perpetradores”.
En efecto, de los 4 terroristas que estuvieron al lado de Moro durante su cautiverio, ninguno cumplió la cadena perpetua con la que fue condenado. Mario Moretti era el líder del grupo y el responsable político de todo lo que pasó. Fue apresado en 1981 y obtuvo libertad condicional en 1994 cuando tenía 48 años. Moretti se asumió autor mediato e inmediato, pues, años después, luego de que la ex brigadista Adriana Faranda dijera que los ejecutores fueron dos, Moretti y Germano Maccari, este declaró, ya libre en 1997: “Nunca habría permitido que otro lo hiciera”.
Maccari no estuvo entre los primeros detenidos y juzgados. Su participación recién se conoció tiempo después, luego de que se detuvo a Próspero Gallinari como presunto verdugo. Su captura fue espectacular, en medio de un tiroteo que lo dejó gravemente herido. Tenía fama de ser el más sanguinario del grupo, pues había protagonizado otros actos criminales; pero la justicia se apresuró en presumir que fue quien dio el tiro final a Moro. Como quedó con lesiones tras la captura, fue el primero en ser liberado. Maccari, en cambio, fue detenido recién en 1993, se lo condenó a 23 años y murió de un infarto en la cárcel. Fue el único de los 4 que no llegó a ser liberado.
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Anna Laura Braghetti, pareja de Gallinari, fue la carcelera de Moro, la que le daba de comer y atendía sus urgencias. Ha dejado un testimonio dramático, triste, arrepentida de sí misma, de todo y de todos, en “Il prigioniero” (1978), coescrito con Paola Tavella y base para la película “Buongiorno, notte” (2003, de Marco Bellocchio). El libro fue escrito mientras estaba en prisión, pues obtuvo la libertad condicional en el 2002.
Conversando con Ferrero Costa, recordamos el caso de Mehmet Ali Agca, el terrorista turco que en 1981 disparó contra Juan Pablo II dejándolo gravemente herido. Fue condenado a cadena perpetua y liberado en el 2000 a pedido del Papa. Sin embargo, ahí no terminó su carcelería, pues Turquía pidió su extradición para que cumpla la pena por haber participado en el asesinato del director de un periódico. Fue liberado en el 2019.
La comparación entre Italia y Turquía, me llevó a comentarle a Ferrero Costa que cada sociedad administra de forma distinta sus penas y perdones, y Perú tiene sus propios antecedentes. Aunque el único ejemplo en su argumentación escrita es el de Moro, en su conversación no rehúye la jurisprudencia nacional: “A partir del 2000 se dieron centenas de indultos y varios a quienes habían participado en actos terroristas. Uno de ellos, fue incluso a alguien que luego trabajó con IDL [Instituto de Defensa Legal]”.
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Ferrero Costa se refiere, sin duda, a Gerardo Saravia, detenido en 1992 y condenado en 1996 a 12 años de prisión porque se le encontraron vínculos con Sendero Luminoso. En julio del 2001, durante el gobierno de Paniagua fue beneficiado por un indulto cuando le faltaban 31 meses por cumplir su pena. El caso de Saravia es particularmente sensible, no solo porque actualmente es editor de la revista Ideele, órgano del IDL, que, como bien saben, es un referente antifujimorista; sino porque su indulto fue, como el de Fujimori, por razones humanitarias. Se estimó que, siendo diabético e insulino dependiente, debía afrontar su condición médica en libertad.
El presidente del TC me comentó que le bastaba el ejemplo de Moro para ilustrar su punto. Aunque no me lo dijo, podemos suponer que no mentó el caso de Saravia como antecedente porque, en lugar de pretender cerrar una polémica, hubiera reavivado otra. En realidad, toda acción relativa a la vida y libertad de Fujimori es controversial. Nada está resuelto respecto a él; ni siquiera, como pensaron los tres magistrados (José Luis Sardón, Ernesto Blume y, con doble voto, Ferrero Costa), que se lo podía liberar mientras el país se concentraba en los dramas del presente. Se equivocaron. La Corte-IDH pidió, en singular manifiesto, que el Estado peruano –que tiene las llaves de la prisión- se abstenga de cumplir el fallo del TC hasta que quede claro cuánto se afecta el derecho de las víctimas de los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta, a la justicia. El viernes, la corte escuchó a los deudos de las víctimas y el miércoles 6 hará sus recomendaciones. El ‘Chino’ evocará -con nostalgia autoritaria, pena o arrepentimiento, no lo sabemos- el 30 aniversario del golpe del 5 de abril, en la prisión de la Diroes, sin saber lo que el Perú le deparará a él y a su familia.
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