Todos los ministerios, además de su función de ley, pueden servir para otras cosas. Son botín, trampolín y arma letal de quien quiera tomarlos como tales. El Mininter, por ejemplo, puede reprimir y espiar a los rivales del gobierno. Pero esos crímenes son propios de una dictadura. Hay maldades más sutiles que se podrían cometer en democracia, que se podrían estar cometiendo hoy.
Para esos afanes, el Interior tiene materias primas extraordinariamente dúctiles: los partes policiales que involucran a los famosos; o sea, los secretos e intimidades de los políticos hechos cosa pública cuando un episodio violento, o de copas, los lleva a la comisaría. Súmenle a esto los pedidos ultra reservados de fiscales, aprobados por jueces, pidiendo allanamientos e interceptaciones legales, y que son ejecutados por la policía. La Diviac, una nueva división especializada en seguimientos de largo aliento a organizaciones criminales, que estuvo al mando del nuevo héroe policial, el coronel Harvey Colchado, acometen estas investigaciones VIP.
Tener las llaves de esta gran caja de Pandora da a todas las policías del mundo un poder que podría ser usado con fines subalternos a la tarea de preservar el orden. Por ello surgieron las viejas teorías conspirativas que colocan a los jefes de policía como soportes secretos del autoritarismo. Joseph Fouché (1759-1820), quien concibió y organizó el Ministerio de Policía en Francia (luego llamado Ministerio del Interior), alimentó esa leyenda de poder oscuro dos siglos atrás, conspirando con su red de agentes en favor del golpe de Estado de Napoleón.
En la historia del Perú y en nuestro imaginario popular lo más cercano a Fouché fue Alejandro Esparza Zañartu (1901-1985), director de gobierno y luego ministro de Gobierno (a partir de 1968 la cartera se llamó del Interior), que crió mala fama como sabueso y censor del dictador Manuel Odría. Esparza no era policía de formación sino un comerciante que se improvisó como funcionario. Era amigo del general del Ejército Zenón Noriega, el brazo derecho de Odría, a quien sirvió y luego reemplazó.
Vargas Llosa, en “Conversación en La Catedral”, caricaturizó y a la vez inmortalizó a Esparza como ‘Cayo Mierda’, la autoridad perversa y bruta, sin las extravagancias y sofistificaciones que adornaban a otros poderosos, civiles o militares.
—Los militares piensan más—
Consulté a dos ex ministros del Interior, Fernando Rospigliosi y José Luis Pérez Guadalupe, qué pensaban sobre los riesgos de politización de la policía. Ambos son civiles con inquietudes académicas sobre las fuerzas del orden. Fernando es autor de “El arte del engaño”, sobre la lógica militar, inspirada en Sun Tzu, de manipular a la opinión pública para apoyar al poder. Me dice, categórico como suele ser, que “los militares son más pensantes, los policías son operativos”.
Pérez Guadalupe, sociólogo y autor de varios libros sobre criminalidad y religión, reflexiona en la misma línea. “Los militares tienen más tiempo para pensar, no están en guerra. La policía siempre está en guerra, es más instrumental”. Los dos exministros creen que el riesgo de politización es inevitable en este y en otros entes, pero no creen que en la policía exista la vocación de mando que en varias fases de nuestra historia ha llevado a los militares al poder. Si la policía introduce motivaciones y fines políticos a su función es por servir al gobierno de turno, no para hacerse de él. Igual da que el presidente sea un civil o un militar.
Hay notables diferencias (y tensiones) entre militares y policías. Los últimos, alrededor de 120 mil, triplican a las Fuerzas Armadas (FF.AA.), pero no tienen el presupuesto acorde a esa proporción. Han soportado, igual que los militares en el Ministerio de Defensa, estar bajo el mando de civiles en el ministerio (como Pérez Guadalupe, Rospigliosi, Mercedes Cabanillas, Luis Pércovich, Carlos Basombrío, Gino Costa, Walter Albán o Pilar Mazzeti), pero también han tenido ministros militares, cosa que no se ha dado al revés.
Durante la década dictatorial de Velasco y Morales Bermúdez, hubo militares mandando en asuntos de la policía. El primero de ellos, Armando Artola, que inauguró la denominación del Interior en 1968, fue un áspero y prepotente general del Ejército que protagonizó una célebre portada de ‘Caretas’, con el titular convertido en jocosa expresión de susto: ‘¡Mamita, Artola!’.
Con Alberto Fujimori y su socio Vladimiro Montesinos, un militar renegado, el Interior volvió a tener un jefe militar. El general del Ejército, Juan Briones, fue ministro de Fujimori entre 1991 y 1997. Estuvo preso entre el 2007 y el 2014, condenado por abusos cometidos en la época del golpe de 1992. También fueron ministros del Interior los fujimoristas, de origen militar y tribulaciones judicializadas, Víctor Malca Villanueva y Walter Chacón (el padre de la excongresista fujimorista Cecilia Chacón).
La presencia de militares en terrenos policiales no acabó con Fujimori. Ollanta Humala, comandante del Ejército, colocó en el Mininter a tres ministros de origen militar: Daniel Urresti, Óscar Valdés y Wilver Calle. El grito conservador de los últimos años, reclamando que los militares colaboren en la lucha contra la inseguridad callejera, va en paralelo a esta reuniformización de las carteras que, tras los períodos de Basombrío y Pérez Guadalupe, se afirma con los policías Vicente Romero, Mauro Medina y Carlos Morán Soto convertidos en ministros.
—'Pishtacos' y congresistas—
Morán, quien arribó al cargo en octubre del 2018, se ha formado en la inteligencia policial del GEIN y la Dirandro. Parte de su épica de servicios –clave en la PNP– es haber participado en operativos históricos como la captura de Abimael Guzmán y las investigaciones contra el narco Fernando Zevallos. Es parte de esa generación que se formó en democracia, que recién pudo votar en el 2006 y que vio con normalidad, al igual que los militares, la posibilidad de dedicarse a la política tras el retiro.
La épica del GEIN motivó que sus dos principales mandos, Benedicto Jiménez y Marco Miyashiro, se lanzaran al ruedo. Jiménez fue frustrado candidato aprista, pues se le pilló en actos delictivos. Miyashiro fue un congresista fujimorista sin brío. Mejor suerte política tuvo el coronel de la policía Elidio Espinoza, quien fue alcalde de Trujillo luego de sortear imputaciones de haber comandado un escuadrón de la muerte. También evaluó ser alcalde de Trujillo Octavio Salazar, exministro del Interior durante el gobierno de García. No prosperó en ese afán, pero sí llegó a ser congresista naranja.
Valgan estos ejemplos para mostrar que los policías no ven a la política como una actividad extraña. En realidad, a diferencia de los militares, más encerrados en sus cuarteles, los policías desarrollan más y mejor sus habilidades comunicativas. Sus ascensos suelen estar ligados no solo a exámenes y notas, sino a resultados de operativos concretos. De ahí que su afición por que estos se difundan en la prensa los lleva a filtrar información sobre detenciones, videos de las declaraciones de los delincuentes, robos y crímenes registrados por cámaras de vigilancia.
La policía es una gran narradora de historias que encandilan a los peruanos, y esa capacidad de atraer o distraer la atención también tiene un filo político. Anoten que las acciones más reservadas de la justicia las conoce la policía y, de ese modo, el gobierno puede estar avisado. La otra forma de uso político, difícil de rastrear y casi imposible de demostrar, es que los efectivos de seguridad asignados a congresistas y expresidentes puedan servir para el seguimiento. Pero aquí volvemos a entrar en el terreno de las teorías conspirativas. Y de los ‘fake news’, como ese, del retorno de los míticos ‘pishtacos’, que hoy hubiera sido rápidamente descartado. Pero el jefe de la Dirincri, Félix Murga, lo anunció con seriedad y el entonces ministro Octavio Salazar increíblemente avaló a su subalterno.
Lo concreto es que la inteligencia policial, y la tecnología al servicio de ella, se ha desarrollado al punto que facilita el reglaje y la interceptación. Sin embargo, aclaremos que no se conocen denuncias contundentes, demostradas judicial o siquiera por investigaciones periodísticas, de operativos policiales contra políticos de oposición. En el gobierno de Humala se demostró que existía una lista de políticos, autoridades y periodistas de quienes se había acopiado información existente en bases de datos. Y se mostró indicios de seguimientos a la exvicepresidenta Marisol Espinoza.
Tras ese escándalo que motivó investigaciones congresales, no hubo brinco similar hasta la denuncia de un vehículo desde el que se habría interceptado al expresidente García tras su frustrado asilo en Uruguay. Los denunciantes no pudieron demostrar lo que alegaron y Morán replicó que se trataba de un vehículo policial que tenía como fin prevenir desórdenes entre las huestes apristas y sus antagonistas.
Poco a poco, Morán se convirtió en uno de los ministros que más se codeaba, en las fotos y en los eventos oficiales, con Vizcarra. De ahí que cualquier anuncio desde el Mininter que tuviera filo político avivó especulaciones sobre un uso pérfido de la policía. Solamente en las últimas semanas ha habido más de un suceso que ha dado en la yema del gusto a los ‘conspiranoicos’ y ha despertado legítimas preocupaciones. El aparatoso operativo, con orden judicial, para requisar un video de la cámara de vigilancia en la fachada de la casa de la periodista de “Expreso” María Teresa García no tuvo una explicación clara y pronta de la policía, generando críticas a Vizcarra que podrían haber agriado la armonía que reinaba, al menos en las fotos, entre el presidente y su comisario político.
Luego vino algo peor, por serio, efectista e inoportuno. Morán anunció, para pasmo y morboso deleite de muchos, que su cartera le quitaría el resguardo policial a los congresistas. No lo dijo en el interregno, donde hubiera sido inofensivo; lo dijo tras la ronda de diálogos del Ejecutivo con las nuevas bancadas. Morán, por cierto, no estuvo entre la media docena de ministros que acompañaron a Vizcarra y al primer ministro Vicente Zevallos a dialogar con los virtuales congresistas.
Como era de esperar, Vizcarra desautorizó a Morán, aunque no disipó del todo las especulaciones sobre cuán enterado estaba –si es que la autoría mediata no fue palaciega– del anuncio del ministro. Hay otro suceso que ha pasado desapercibido, pero que revelaría el interés que pone la policía en casos que involucran a personajes de relevancia. Raquel Ataucusi, en el contexto de pleitos públicos entre los herederos de Ezequiel Ataucusi, reclamó una investigación para dar con el paradero de su misterioso medio hermano Jonás, el presidente del Frepap.
La policía buscó y citó a Ataucusi hijo. Y también se las ingenió para que se difundieran las fotos y el parte policial de su aparición ante la sede de la Avenida España. La opinión pública satisfizo la legítima curiosidad por este huraño político que no daba la cara, pero el celo digno de mejor causa con que la policía lo conminó a aparecer, es, por lo menos, inquietante.
No hay casos recientes, repetimos, de comprobado reglaje o chuponeo a políticos, ni de episodios en los que las víctimas pudieran sentirse policial y políticamente intimidadas. Pero si tenemos en cuenta que hay muchos episodios de inseguridad en los que la policía interviene por oficio, he ahí también otras circunstancias en las que pueden conocer secretos y hacer favores a personajes que se sientan en deuda.
La estructura del Mininter, además, incluye un área, la Digimin (Dirección de Inteligencia del Ministerio del Interior), independiente de la PNP, que reporta directamente al ministro y podría ser la que instrumentalice las investigaciones y operativos a pedido del gran poder. Quien quiera que tome la Comisión de Defensa del Congreso –Urresti ya se anotó para ello– tendrá a la policía en su mira (y estará en la de ella).