Castigo capital al banquillo: ¿es viable la pena de muerte?
Castigo capital al banquillo: ¿es viable la pena de muerte?
Diego Macera

El 20 de enero de 1979 el Gobierno Peruano ejecutó por última vez a un prisionero. Se trataba de Julio Vargas Garayar, ex suboficial FAP, de 29 años, acusado de espiar para Chile. Desde entonces, la pena de muerte ha sido una demanda frustrada de buena parte de la población para castigar crímenes graves como la violación de menores. Según la Encuesta sobre Derechos Humanos del Ministerio de Justicia y la Universidad ESAN, el 79% de peruanos está a favor de la pena capital para violadores de niños, en tanto que el 60% cree que aquellos que cometen actos terroristas deben sufrir la misma suerte.

En el contexto de creciente inseguridad por el que atraviesa el país, la demanda por “mano dura” aparece también fortalecida. La percepción ciudadana –que guarda cierta veracidad– es que los delincuentes no son disuadidos por el sistema penal y que los pocos criminales que efectivamente ocupan las cárceles terminan su condena solo para volver a delinquir.

Ante las preferencias de la mayoría de la población por la pena capital, más de un político ha recogido la propuesta. En febrero del año pasado, por ejemplo, el ex presidente Alan García indicó que se debe debatir la pena de muerte para aquellos que “amenazan a la sociedad”. Recientemente, los congresistas Humberto Lay, Luisa María Cuculiza, Lourdes Alcorta y Juan Carlos Eguren se han manifestado también a favor de la medida. Por eso, en primer lugar, vale la pena preguntarse por la viabilidad legal de la pena de muerte en el marco jurídico peruano vigente.

CANDADOS VITALES
La Constitución del Perú, en su artículo 140, señala: “La pena de muerte solo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra, y el de terrorismo, conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada”. Es decir, ampliar los motivos por los que se puede condenar a muerte a un criminal para incluir, por ejemplo el asesinato de menores de edad, requeriría necesariamente una reforma constitucional.

Los dos caminos para modificar la Constitución son vía referéndum y a través del Congreso. El primero, sin embargo, no es viable, porque el artículo 32 de la propia Carta Magna establece: “No pueden someterse a referéndum la supresión o disminución de los derechos fundamentales de la persona”. Esa vía quedaría entonces descartada.

Queda la opción de presentar la propuesta al Parlamento, institución que deberá votar por la pena de muerte en dos legislaturas ordinarias sucesivas, cada vez con al menos dos tercios del número legal de congresistas a favor. Este cambio, además, requeriría que el Perú se aparte de los tratados y compromisos internacionales asumidos por el país. En particular, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (también conocida como Pacto de San José) impide a los países firmantes extender la pena de muerte a delitos que no hubiesen estado sancionados antes con este castigo.

Más allá de los candados legales que hacen sumamente complicada la aprobación de la pena de muerte para nuevos delitos y de las consideraciones éticas que tal castigo supone, ¿es realmente efectiva la pena capital para disuadir a potenciales criminales de cometer delitos graves?

DISUASIÓN EN DUDA
Si bien la evidencia en el caso peruano no es suficiente para intentar construir un caso sólido a favor o en contra de la efectividad de la pena de muerte como herramienta disuasiva, la experiencia internacional puede servir como referente.

En 1975, Isaac Ehrlich, economista e investigador estadounidense, estimó que cada ejecución concretada salvaba en promedio ocho vidas. Es decir, por cada asesino ejecutado, ocho potenciales asesinos desistían de sus propósitos por temor al castigo. Estos hallazgos fueron responsables, en parte, de que la Corte Suprema de Estados Unidos terminara con la moratoria establecida para el castigo capital un año luego de publicados los resultados, e iniciaron un extenso debate sobre los méritos científicos del trabajo de Ehrlich y sobre el impacto real de la pena de muerte en la incidencia de delitos graves.

Joanna Sheperd, autora de numerosos estudios sobre el tema, emplea la aplicación de moratorias judiciales sobre la pena de muerte y su posterior levantamiento para demostrar que la amenaza de ejecución sí disuade a los potenciales criminales. Según la profesora, luego de la aplicación de las moratorias, la tasa de homicidios sube significativamente, en tanto cuando esta se levanta, los crímenes graves se reducen.

Otros estudios encuentran que el efecto disuasivo del castigo capital depende de la cantidad de ejecuciones y de la visibilidad de las mismas. En efecto, estos resultados apuntan a que en regiones en las que el castigo capital se aplica a un número pequeño de personas (típicamente menos de 10) en un período de menos de 20 años, cada ejecución incrementa la incidencia de crímenes violentos. La explicación se halla en el efecto que algunos investigadores como David R. King denominan “brutalización” de la sociedad, mediante el cual el Estado estaría indirectamente legitimando el uso de violencia extrema como forma de castigo a través de las ejecuciones, e incitando así a más violencia. Sin embargo, en regiones en las que el número de condenados a muerte es alto, el efecto disuasivo del castigo domina al efecto “brutalización” y los crímenes violentos se reducen con cada ejecución.

La verdad, sin embargo, es que la mayoría de trabajos serios o bien no encuentran efecto alguno de la pena de muerte sobre la disuasión o bien concluyen que la evidencia disponible es insuficiente para llegar a una conclusión válida. Según las conclusiones de la exploración comprehensiva del 2012 del Consejo Nacional de Investigación de Estados Unidos –que incluyó a los mejores especialistas en el tema de las universidades más prestigiosas–, “los estudios a la fecha sobre el efecto de la pena capital en los homicidios no son informativos respecto a si la pena de muerte reduce, incrementa o no tiene efectos sobre los homicidios”. Los impactantes resultados de disuasión hallados por Ehrlich y otros parecen no resistir análisis más exhaustivos y el consenso científico apunta a que, si existe alguna reducción en el crimen a causa de la aplicación de la pena de muerte, esta es muy marginal o insignificante.

Aparte de la cuestionable efectividad del castigo en el caso de homicidios, la potencial aplicación de la pena de muerte en el caso de violación de menores –como proponen algunos políticos nacionales– tiene un efecto negativo adicional. Dado que la severidad de la sanción por el acto contra el menor es tan grande y que incluso sobrepasa a la del homicidio, el criminal tiene más incentivos para asesinar a la víctima luego de la violación, de modo que se reduzcan sus probabilidades de ser descubierto. Sin testigos, la impunidad es más factible, y el castigo por la violación –en la que ya incurrió– es de cualquier modo más severo que el posterior homicidio.

En general, los candados legales y el análisis del nivel de disuasión de la pena capital hacen de esta una propuesta poco plausible. Sin embargo, es razonable suponer que la idea será recurrente en el discurso político en la misma medida en que se mantenga vigente en las preferencias populares.