La historia que se enseña en los colegios está hecha de gestas heroicas y sacrificios por la patria, como los de Miguel Grau o los de los peruanos que vencieron al terrorismo. No está hecha del susto de los que, ante el menor peligro, corren a comprar planchas de 32 rollos de papel higiénico.
Pero esa histeria también es historia, de ella estamos hechos. Es humana y comprensible en sus emociones encontradas. Por eso, los historiadores la estudian hoy como no lo hacían antes. El francés Jean Delumeau, autor de “El miedo en Occidente” (1978), es un pionero en esa reivindicación de los sustos colectivos y, aquí tuvimos un hito con la publicación de “El miedo en el Perú. Siglos XVI al XX” (PUCP, 2005), compilación de ensayos sobre distintos miedos que nos movieron el piso: el miedo a la excomunión en los albores de la colonia, que fue un doble susto pues a la amenaza de caer en desgracia ante el poder de los colonizadores y de la Iglesia, a uno le cerraban las puertas del cielo; el pánico ante la invasión de los piratas que amenazaban por igual la vida y la propiedad; el pavor tras los terremotos que devastaron Lima en 1687 y 1746, encadenado el último con el miedo a una gran conspiración popular que subvertiría el orden.
El miedo a la revuelta de los de abajo suele sobrevenir al caos tras las catástrofes naturales, incluidas las epidemias; pero también está presente en cada asonada libertaria antes de la independencia en 1821; en realidad, ha estado presente desde que el Perú se convirtió en una sociedad con profundas brechas de raza, clase y situación socioeconómica, antes y después de romper con España.
Con la república, el miedo social se volvió complejo, se acrecentó en los periodos de incertidumbre electoral, de golpes de estado y guerras. En el siglo XX trajo novedades cuando surgieron movimientos políticos como los partidos de izquierda y, sobre todo el APRA, que propusieron cambios al orden establecido. El terrorismo, en la década del 80 y comienzos de los 90, fue la extrema provocación a ese pavor.
La delincuencia ha provocado inseguridad y miedo desde los albores de la historia, pero ha conocido distintas dimensiones, desde el asalto de poca monta hasta el crimen organizado que desafía y coopta al Estado. La autoridad también puede amenazar al orden y causar mucho miedo; o, algo más retorcido, puede instrumentalizar el miedo que causan otros desastres, para legitimar su poder y perpetuarse.
El miedo siempre viene acompañado, su causa puede ser una sola –el virus del Covid 19 ahora- pero provoca distintos resquemores, algunos de ellos enraizados en nuestros instintos, en nuestra historia particular y a la vez extendidos en un planeta al que nos sentimos cada vez más integrados.
Me contagias y se acaba todo
Claudia Rosas Lauro, compiladora de “El miedo en el Perú”, me cuenta que llegó en uno de los últimos vuelos desde Madrid el fin de semana. Ya llevaba unos días de cuarentena allá y sumados los de acá, le han servido de reflexión para el tema que la apasiona. “El miedo a las epidemias se puede rastrear desde la peste negra del sXIV que devastó hasta la mitad de Europa. Delumeau, en su capítulo sobre la psicología de los comportamientos en tiempos de peste, rastrea el temor a ese enemigo invisible que finalmente lleva a la muerte. Se le presentaba como flechas de fuego, jinetes del apocalipsis. Ahora es más científico, ese virus redondo con puntas”, me dice Claudia por teléfono.
Sea la silueta con manto negro y guadaña o la pelotita verde con ásperos hisopos, el miedo al contagio no ha variado mucho. El Covid 19 no mata como la peste bubónica en el medioevo; en realidad, su mortalidad es residual y concentrada en los adultos mayores; pero el miedo a los padeceres de la enfermedad respiratoria aguda, ha provocado suficiente angustia como para desatar otro miedo colectivo y planetario. “Es el miedo a la desestructuración social y económica, miedo al fin de la vida civilizada”, remata Claudia.
Puede ser un miedo informado o desinformado, un estado de ansiedad que no identifica con claridad las amenazas y sus causas; incluso, puede implicar una indolencia ante las recomendaciones higiénicas y resistencia ante las medidas preventivas; pero subyace en él un temor de fin de mundo nada ajeno a las ficciones distópicas contemporáneas sobre el día después de la hecatombe donde un puñado de sobrevivientes son cercados por los zombis.
Le pregunto a Claudia, porqué, de entre tantísimos productos domésticos, hay tanta preocupación por stockearse de papel higiénico, que ni siquiera es un ítem de subsistencia o ligado específicamente a la prevención del contagio como las mascarillas y los gel desinfectantes. “Es mundial, no solo en el Perú. Es un símbolo de las sociedades higienistas, algo que diferencia lo animal y lo humano”. Obsesión de muchos; aséptico consuelo.
Ay que cólera
Todo este miedo no solo es planetario, tiene raíces y referentes nacionales. El sarampión y la viruela que los cronistas de la colonia describen como plagas importadas que devastaron a la población indígena, deben haber causado miedos cuyas raíces y expresiones, aún falta rastrear y comprender.
Las plagas prehispánicas y coloniales, se pierden, pues, en la memoria y la exclusión del sentir de las mayorías en la historia oficial. Algunas epidemias se relacionaron a las catástrofes naturales y a fenómenos del Niño que han persistido en la memoria más que las enfermedades. Tifus, cólera, fiebre amarilla, malaria, dengue causaron estragos en diversos tiempos y regiones; pero no impactaron al conjunto de la sociedad peruana al punto de dejar una huella como la de la peste en toda Europa. Quizá porque no causaron subversiones del orden como si las causaron las revueltas, el caudillismo militar, la guerra con Chile o el terror de Sendero Luminoso.
La gripe española que asoló a Europa y Norteamérica luego de la Primera Guerra Mundial no fue particularmente devastadora en el Perú. Marcos Cueto, nuestro principal historiador de la medicina, en “El regreso de las epidemias. Salud y sociedad en el Perú del SXX” (IEP, 1997), analiza otras plagas, más largas en el tiempo y más significativas en la historia de la salud, porque motivaron al estado a asumir el cuidado de ciertas enfermedades como cosa pública.
La peste bubónica causó un total de 20,269 casos graves, desde los primeros casos registrados en El Callao en 1903 hasta 1930 cuando ya se había diseminado por toda la costa y parte de la sierra y selva. De esa calamidad, según Cueto, se fortaleció la salud pública. En 1903 se fundó la Dirección de Salubridad Pública (base del ministerio que se fundó recién en 1935), asociada al combate a esa peste; se crearon lazaretos (refugios donde se aisla y trata a enfermos contagiosos) en las mayores ciudades; y se establecieron oficinas sanitarias en los puertos. Desde siempre, los puertos y luego los terminales terrestres y aéreos, se han sido identificado como la puerta de las infecciones.
Cueto, en otro capítulo de su libro, estudia la epidemia de fiebre amarilla que afectó algunas ciudades portuarias, pueblos y haciendas azucareras del norte entre 1919 y 1922. El historiador relata la intervención eficaz y autoritaria de los combatientes contra la peste, quizá el más cercano antecedente histórico de los esfuerzos del gobierno de Martín Vizcarra por volver rígida la cuarentena actual. En ese entonces, Henry Hanson, un célebre médico norteamericano combatiente de plagas, auspiciado por la Fundación Rockefeller, impuso el férreo aislamiento de los enfermos y prohibió reuniones públicas, además de controlar a los marineros que pudieran llevar la infección en los barcos que partían hacia Norteamérica. El recuento de ese particular combate se narró en el libro, “The Pied Piper of Peru: Dr. Henry Hanson’s Fight against ‘Yellow Jack’ and Bubonic Plague in South America, 1919-1922” (Doris M. Hurnie, Convention Press, 1961)
En las décadas que siguieron, la malaria y la tuberculosis han sido las enfermedades que mayor planificación del estado merecieron; pero, siguiendo con la historia estudiada por Cueto, fue recién en 1991 que vivimos una epidemia de las grandes. El cólera brotó súbitamente en el barrio La Candelaria del puerto de Chancay, se expandió por la costa y algunas partes de la sierra. Provocó solo en ese año 322,582 casos y 2,909 muertes; menos del 1%, a pesar de catastrofistas proyecciones que llegaban al 20% de mortalidad.
A pesar de no cumplirse el pronóstico fatal en toda su extensión, la rapidez con la que se desataron los casos y su morbilidad, no provocaron medidas de cuarentena ni mucho menos. No era necesario pues el contagio del vibrio cholerae, la bacteria que causa la enfermedad, probablemente empezó en peces y mariscos contaminados, y pasó al agua. Bastó una campaña pidiendo hervir el agua y evitar el consumo de pescados y alimentos crudos, para detener exitosamente su expansión. Cajamarca concentró una gran cantidad de enfermos y muertos, pues durante su célebre carnaval de febrero, el consumo de bebidas y alimentos con agua contaminada, fue desenfrenado.
El brote del cólera empezó en el Perú y se expandió a 14 países de América Latina, provocando 366,017 casos. Fuimos foco de una infección y no, como en las epidemias y pandemias del actual milenio, un país que debía protegerse con medidas sanitarias en aeropuertos y fronteras, cosa que sucedió con la gripe aviar o la gripe H1N1. Esta última, provocó, incluso, la suspensión temporal de los vuelos desde México en el 2009. No es primera vez que cerramos fronteras debido a una enfermedad.
El origen real o presunto de las plagas solía provocar la estigmatización de los enfermos. En el Perú, ello ahondó los prejuicios contra los chinos desde fines del sXIX o, vistos desde Lima y la Costa, contra los migrantes de la sierra. Enfermedades como la cólera y el dengue, al estar asociadas a condiciones ambientales y de pobreza (alimentos preparados en condiciones precarias, escasez de agua potable y su almacenamiento en recipientes donde se reproducen zancudos), no impactaban a quienes se sentían lejanos a esas condiciones. El SIDA, la pandemia surgida en los 80 y que aún persiste con mortalidad y morbilidad reducidas, provocó la terrible estigmatización de la población gay; desde quienes se sentían libres del contagio a través de la sangre y el semen.
Hasta que llegamos a las pandemias de virus que atacan el sistema respiratorio y, por lo tanto, se contagian indiscriminadamente con la mera proximidad física. El H1N1 y ahora el coronavirus atacan a cualquiera con independencia de su ambiente y su condición social; de ahí el impacto del miedo y la radicalidad de las medidas para combatirla.
Aplaudir al tombo
Vivimos, desde el lunes pasado, la primera medida de aislamiento social obligatorio a nivel nacional en nuestra historia, asociada a una epidemia. Todas las anteriores ocasiones han estado vinculadas a la represión de protestas e insurrecciones, a saqueos o al terrorismo; pero no a la prevención de un contagio masivo.
Estamos, pues, ante una novedad, pero el miedo actual tiene dos rastros históricos, que no lo hacen más agudo, sino que, por el contrario, lo atemperan. Por un lado, el pánico que estudió Delameau y que conversamos con Claudia Rosas. Por el otro, un sentimiento encontrado de angustia por lo que pasaría sí se uno trasgrede las reglas del estado de emergencia, o sea, miedo a la autoridad policial y militar y a sus posibles reacciones letales si a uno lo pillan sin excusa. Sin embargo, por la naturaleza protectora de las medidas, la acción de la autoridad se respeta y hasta se aplaude desde ventanas y balcones.
Las generaciones que hemos vivido algún toque de queda, como el que siguió al paro policial y los saqueos del 5 de febrero de 1975, durante la dictadura de Juan Velasco; otro hacia el final de la dictadura de Morales Bermúdez, otro durante el primer gobierno de Alan García, y el toque de queda vehicular entre junio y diciembre de 1992, durante los meses que arreció el terrorismo en Lima hasta que amainó tras la captura de Abimael Guzmán; tenemos reacciones matizadas de recuerdos ambivalentes ante las medidas actuales. Correr a las casas a las 10pm o 12pm (los horarios iban variando), temiendo que durante la noche hubiera un atentado con cochebomba, o que las fuerzas del orden dispararan un despistado; eran malestares y miedo de otro calibre.
Por todo lo anterior, el gobierno ha recurrido a un eufemismo ‘inmovilización social obligatoria’ para normar lo que en realidad es un toque de queda clásico. Conversé con el historiador y analista político Nelson Manrique y me resumió las diferencias de esta forma: “Cuando se ha dictado estado de emergencia, casi siempre ha sido para defender al poder, no para defender a la población”. Le repregunté a Nelson si estas severas medidas, con un estado de emergencia que disminuye derechos, podrían derivar en abusos. “No creo que eso pase, aunque las condiciones estén dadas”.
El historiador Antonio Zapata, ex conductor del programa “Sucedió en el Perú”, es docente en China desde hace unas temporadas. Pero la cuarentena lo pescó de visita en Lima. Le pedí, igual que a Nelson, que resumiera las diferencias entre los toques de antes y este. Me respondió por correo: “En los 80, el miedo era político y le temíamos tanto a Sendero como a las Fuerzas Armadas, al menos quienes militamos en la Izquierda Unida. Ahora el miedo es a una enfermedad y el Estado es visto como un aliado para contrarrestar el peligro. Ayer, el toque de queda tenía menor legitimidad, era contestado activamente por Sendero y nuestros parlamentarios votaban sistemáticamente en contra de los estados de emergencia. Ahora la legitimidad es inmensa y los únicos que se oponen son personas indisciplinadas sin peso social o político”.
Valgan estos antecedentes y diferencias para comprender la suma de miedos, suerte de ‘panfobia’, desatada en las últimas semanas –y que en el Perú aún no llega a su meseta- y que convive con una unánime confianza en las autoridades que no hubo durante otros toques de queda, otros estados de emergencia, otros trances.