Por Carlos Cabanillas
Siendo el de asesor un cargo de confianza y hasta de secretismo, es extraño que un consejero deje de trabajar con un político para ayudar a su rival. Fue el caso de Carlos Delgado Olivera. El destacado sociólogo de Cornell se decepcionó del Apra y se alejó de la diestra de Haya de la Torre para dirigir el Sinamos y escribirle los discursos a Juan Velasco Alvarado. El argumento del intelectual era que el dictador estaba cumpliendo parte del plan de gobierno que al político no le habían permitido aplicar. “La paternidad de la revolución es de quienes la realizan, no de quienes hablaron de ella para luego olvidarla”, leyó Velasco en el discurso del primer aniversario del golpe.
Delgado pertenece a esa larga tradición de intelectuales fascinados por el autoritarismo. También el jurista José Luis Bustamante y Rivero, quien escribió el Manifiesto de Arequipa que leyó el teniente coronel Luis M. Sánchez Cerro durante su levantamiento. Contrariamente a lo que se cree, el diplomático no era un ‘cojurídico’ pegado a la legalidad y reacio a los cuartelazos, como lo demuestran los dos Gabinetes predominantemente militares que tuvo cuando fue presidente.
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Caso atípico el de Fernando Belaunde, quien tuvo a su familia muy cerca de Palacio. Su hermano Francisco Belaunde fue asesor del despacho presidencial, aunque Víctor Andrés García Belaunde aclara que no fue directamente consejero del presidente. ‘Vitocho’ sí lo fue, en cambio, ocupando el cargo formal de secretario personal del presidente. Sin embargo, el excongresista aclara que en ese entonces no había ley de nepotismo ni se manejaban los presupuestos que vemos ahora. “Era un equipo pequeño de cuatro gatos”, precisa, tomando distancia de la panaca chotana.
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Único fue el caso de Alan García, quien tuvo varios asesores a quienes solía no hacerles caso. “Para eso sirven los asesores: para no escucharlos pero poder echarles la culpa”, dice una fuente cercana a su gobierno. Sus compañeros se acostumbraron a dejarlo todo en sus manos. Quizá por eso hoy lucen huérfanos. En el mundo de ese Maquiavelo, el consejero era a la vez el príncipe.
El Rasputín peruano, sin embargo, fue Vladimiro Montesinos. Si hasta le entabló un juicio al periodista que lo bautizó así. Luis Jochamowitz, acaso el más aventajado biógrafo del poder, describió a Vladimiro Montesinos como un personaje “desagradable” y “antipático”, “y eso es algo que normalmente no sucede con los malos”, como le explicó a este Diario el autor del libro “Vladimiro. Vida y tiempo de un corruptor”. Pero Jochamowitz va más allá. Él sugiere que Montesinos no era un hombre particularmente ilustrado. “Astuto debe ser, pero inteligente… no sé”. En el imaginario periodístico, Montesinos ha sido representado como un hombre mediocre, gris y vulgar que atesoraba una colección de discos de Ray Conniff. El escritor también lo perfila como un tipo enfermizo y débil. La única grandilocuencia que se permite es describirlo como “el monstruo que nos representa”, pero más por la escuela de corrupción que dejó que por su propia megalomanía. No es casual que Mario Vargas Llosa coincida en tono con Jochamowitz al pintar a Montesinos como “un hombrecito de semblante anodino y calvicie incipiente” en su artículo “Los Rasputines”. El cultor peruano más importante del género literario que marcó el siglo XIX sigue la máxima novelesca de entonces: la fealdad es un reflejo de la maldad. Y los defectos morales se tornan físicos en el corrupto asesor. La misma regla se aplica cuando describe a Alejandro Esparza Zañartu, “un oscuro mercader de vinos” de “cara aburrida, apergaminada”, “cuerpecillo esmirriado” y “vocecita sarcástica que hablaba con faltas gramaticales”. “¡Qué poquita cosa parecía el Fouché del odriismo!”, exclama el Nobel sobre el coprolálico Cayo Mierda.
El Perú, sin embargo, siempre demuestra que se puede estar peor. Porque aunque muchos rivales políticos han querido ver a un nuevo Montesinos cada cinco (o menos) años, lo cierto es que ninguno de los consejeros del nuevo milenio ha alcanzado siquiera el nivel gris del recordado asesor. La mayoría son lobbistas, publicistas u operadores. Pero su relevancia se ha contagiado de la volatilidad presidencial. La política peruana es un ambiente traicionero y cuchillero, como pocos. Algunos historiadores creen que es el único país que instauró la segunda vicepresidencia para neutralizar los complots del primer vicepresidente. Por eso la paranoia es la mejor herramienta política del asesor. Y con tantos colaboradores y solo dos oídos presidenciales, la necesidad de una purga es casi natural. “Es una decadencia mundial”, dice Jochamowitz por el teléfono, y menciona al paso un artículo de “The Atlantic” que deja a la nueva primer ministra del Reino Unido como “la Castillo británica”. Ya no hay Rasputines, Maquiavelos o príncipes de la política a quienes aconsejar. O acaso ellos también fueron construcciones narrativas de tiempos sin sobreinformación. Será que la decadencia alcanza hasta a los aspirantes a ‘cardenal gris’.
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A pesar de la cacofonía de consejeros en tiempos de big data, algunos logran sobrevivir a sus líderes. Los exasesores de Ollanta Humala, por ejemplo, pudieron reciclarse. Luis Favre, quien regresó fugazmente en el 2016 para la onerosa campaña de César Acuña. Y Martín Belaunde Lossio, a quien se ha visto recientemente en la redacción del diario “UNO”. Destaca nítidamente el argentino Maximiliano Aguiar, natural de San Juan. Como su aconsejado Martín Vizcarra, era provinciano, de perfil bajo y subestimado por su entorno.
Y un escalafón aún más abajo aparecen los hombres que rodean al sombrero. Los fugaces como Carlos Jaico, quien duró pocos meses antes de voltearse. O como Rodolfo Idrogo, quien coordinó la entrevista a CNN, lo que evidencia que ya trabajaba para la oposición. Pero en el círculo chotano destacan los Beder, Eder, Yober, Auner y demás personajes chotanos con nombres que terminan en “er”. Un grupo de personajes que no se limitan a susurrar al oído, sino que toman decisiones dentro de la función pública y definen la línea política del gobierno, mientras que el emperador se pasea desnudo de ideas. Una situación inédita en la historia peruana, aunque se presume que muy pronto el Gabinete en la sombra le hará justicia a su nombre. Lo que sí queda claro es que, aunque el pollo del niño esté vivo o muerto, el maestro quería su alita.
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