Esta pandemia es retorcida. Como el enfermo grave es muy contagioso, está absolutamente prohibido recibir visitas. Es un protocolo universal que no se discute. Solo el cuerpo médico revolotea en torno al pobre paciente que, sedado o semiconsciente, lo ve entre bruma mientras cuenta cada respiro que hace por él el ventilador mecánico.
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Cualquiera que haya pensado en su muerte clínica –sino lo han hecho, háganlo como un ejercicio de empatía para nuestros enfermos graves- se imagina la última visita de sus seres queridos con algún gesto o mensaje de aliento para la eternidad. Algunos le suman a su sueño de último adiós la presencia un sacerdote que les dé la unción. Enfermos de otras creencias piensan en ritos equivalentes.
Hemos quitado todo eso a los pacientes que agonizan por Covid 19. Cuando pase la emergencia, cuando nos repongamos de la tragedia, nos va a pesar como sociedad no habernos preocupado lo suficiente por compensarles de alguna manera esa forma de morir.
El sistema de salud está hecho para salvar vidas y no dudemos que, hasta donde dé su capacidad y sus energías, lo va a hacer. Pero no estaba preparado para una pandemia con orden rígida contra las visitas. Esos ritos, por el que algunos han pasado, de entrar a una UCI con un simple kit de bata, gorro, guantes y cobertor de zapatos; han desaparecido. Tampoco se puede estar en salas de espera.
Ni siquiera se puede velar y enterrar a los muertos convocando a amigos y familiares. Pero esa es una preocupación por los vivos; ahora queremos preocuparnos por la calidad de muerte que mezquinamos a los pacientes graves.
Los países que recibieron el golpe antes y con más fuerza que nosotros, han pasado por el mismo trance y se han hecho la misma culposa pregunta por sus muertos. En Italia, por ejemplo, en las primeras semanas de marzo, un médico del hospital San Carlo Borromeo de Milán, contó en una entrevista lo duro que era negarle el derecho de despedirse a los pacientes que morían. Esas declaraciones animaron al Partido Demócrata a lanzar una iniciativa llamada ‘El derecho a decir adiós’ y crear un fondo para comprar tablets en las que los pacientes veían o enviaban lo que quizá serían los últimos mensajes de su vida.
En las últimas semanas, han surgido iniciativas similares en muchos países y hospitales, generalmente con tablets pues tienen el tamaño y la operatividad que se presta para ser usadas en tan difíciles circunstancias. Si el enfermo no tiene capacidad para sostener y operar el aparato, una enfermera podría hacerlo por él.
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El buen morir
El psiquiatra Yuri Cutipé, director ejecutivo de Salud Mental del Minsa, me cuenta que el hospital de Ate, que se implementó exclusivamente para el Covid 19, es un bunker donde solo entran enfermos y personal de salud. Ni siquiera se puede visitar la capilla, construida junto al estacionamiento, pues por allí se trasladan equipos y cadáveres. Mueren entre 8 y 10 pacientes por día. Los familiares se quedan en las inmediaciones, esperando horas para que por teléfono les digan algo de sus enfermos. Ese vínculo no se ha cortado con la pandemia, pero se ha vuelto más saturado, angustiante y entrecortado.
Cutipé se ha propuesto implementar un espacio de soporte emocional y espiritual en una carpa en un terreno adyacente. Allí habría ayuda psicológica e información. Cuando le planteo mi inquietud del adiós asistido; me dice que conoce una experiencia similar de colegas de un hospital de Madrid, pero les tomó semanas llegar a ello. Las mismas semanas que nos están tomando a nosotros cobrar consciencia no de cúantos mueren –esa es una estadística proyectada en una curva- sino de cómo están muriendo.
El doctor cambia de tono, se pone pensativo y me dice: “Esta pandemia nos está volviendo a nuestros orígenes. Ya no somos los guerreros contra la muerte, sino que también tenemos que prepararnos para el acompañamiento del buen morir”. No es resignación o derrotismo lo que invoca sino humanidad: el equipo de salud no solo debe preocuparse por mantener a toda costa los signos vitales del enfermo, sino por dar calidad de muerte al paciente en situación extrema.
El cura o el doctor
También indagué en Essalud. Fiorella Molinelli, su presidenta ejecutiva, me respondió por Whatsapp contándome que para ella “ha sido muy doloroso acompañar algunas experiencias de familiares. Es triste desde el inicio cuando despides al familiar de la puerta y sabes que quizás ya no lo vuelvas a ver ni siquiera para despedirte cuando haya fallecido”. Me pidió hablar con el doctor Pedro Ripalda, de la gerencia de oferta flexible (GOF).
Ripalda me contó que cuando empezó la emergencia se reservó en el Hospital Rebagliati un área especial de UCI para los casos de Covid 19. Allí vieron que podían usar algunas de las tablets que empleaban los médicos en las visitas domiciliarias que se han cancelado mientras dure la emergencia. Ha habido pacientes que recibían mensajes a través de ellas como, por ejemplo, el sacerdote Luis Núñez del Prado, el primer paciente de Covid 19 ingresado a una UCI en el Perú.
Sin embargo, no hay un protocolo establecido para el uso de tablets o teléfonos para mensajes en circunstancias extremas, algo similar al derecho de decir adiós instituido en hospitales de otras latitudes. Sin embargo, tanto Molinelli como Ripalda, me dijeron que ven con buenos ojos instituir estos protocolos y hacer más fluida esa sensible comunicación, quizá terminal, de los pacientes graves con sus seres queridos. Hoy ese derecho se reduce a la información telefónica que obtienen los parientes de parte de un equipo saturado y estresado.
En el Minsa y en Essalud, y en muchos hospitales del mundo, hay un vínculo entre la atención médica y la espiritual, cualquiera que sea la religión mayoritaria del lugar. Por eso, es común ver capillas y en, en algunos grandes hospitales como el Rebagliati, hay incluso un capellán, suerte de sacerdote residente que pasea por las salas y las UCI dispuesto a brindar el último sacramento o simplemente charlar con los enfermos.
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Cutipé me había dicho que “desde la perspectiva de la salud mental, el soporte espiritual es tan importante como el emocional”. Cuando le pregunté si se dan facilidades a los sacerdotes para dar la extremaunción, reconoció que en las actuales circunstancias ello es muy difícil. Pero sí le parece legítimo poder lograrlo pues, en los últimos momentos de un paciente, “un sacerdote es más importante que el doctor”. Me aseguró que en el Minsa son conscientes de lo fundamental que es el apoyo espiritual a los enfermos.
Ripalda, realista, me dijo que por supuesto un sacerdote podría entrar a la UCI con el mismo protocolo de seguridad que el equipo médico, pero hay pacientes con fuerte sedación o algunos completamente aislados que exhalan aerosoles muy contagiosos. Le insistí en que, al menos en los casos en que el enfermo mantenga una pizca de conciencia, cuál sería la posibilidad de que a cierta distancia vea a un sacerdote o a sus seres queridos en un mensaje grabado en una tablet. Me dijo, como me lo había anticipado Molinelli, que sí hay disposición para hacer ese esfuerzo.
Essalud tuvo un capítulo previo con las tablets. Cuando empezaron a poblar la Villa Panamericana, que está a su cargo, con enfermos; vieron que no había suficiente banda ancha para soportar la actividad de cientos de celulares y optaron por pedir a los pacientes que dejaran sus teléfonos. En su lugar les dieron tablets con aplicaciones y datos limitados, que donó la Confiep para ese fin. Fue un padecimiento adicional para los pacientes pues muchos tenían su directorio de números grabados en la memoria del celular y no sabían cómo recuperarlos para marcar a sus contactos. Ripalda me dice que ya lograron mejorar la conectividad en la Villa y ahora los pacientes sí pueden mantener su celular.
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Contrición perfecta
La iglesia católica ha nombrado a un obispo, Guillermo Elías, para que se encargue de la labor pastoral hacia los enfermos. Elías ha ido a algunos hospitales a hacer misas en áreas más o menos alejadas de la zona crítica. Y ha lanzado un servicio de consejería espiritual por internet. Una central telefónica contesta al enfermo o a cualquiera que desee hablar con un sacerdote.
Llamé a monseñor Elías y me comentó su frustración por no poder ir más allá del patio de los hospitales. Vi un video que lo muestra, con cruz y mascarilla, dando una bendición, casi a solas en el patio del Hospital Loayza que, por cierto, parece un claustro de convento. Me contó que los capellanes de los hospitales le dicen que no pueden entrar ni siquiera con los trajes de astronauta que se usan en las UCI.
Sin embargo, antes de cortar, Elías me dijo que hace unos días han distribuido en algunos hospitales unas tablets –siempre aparecen en algún lado- que tienen grabados mensajes para los enfermos y, entre ellos, está el de la contrición perfecta. Monseñor notó a la vez mi entusiasmo e ignorancia respecto del término y me dio la ruta para comprenderlo: el número 1452 del catecismo.
“Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama ‘contrición perfecta’(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental”.
Ni Dios ni nosotros, creyentes diversos, agnósticos y ateos, podríamos negar a aquellos que se van sin despedida, algo que los haga sentir que no los hemos abandonado, que no están tan solos ni tan lejos de la muerte digna que alguna vez soñaron, que son trascendentes.