Cuando Haya de la Torre escribió “30 años de aprismo”(1955) durante su asilo en la embajada de Colombia; el APRA había sobrevivido una revolución frustrada, una masacre y cuando llegó al poder de la mano de un precario aliado, el presidente Bustamante y Rivero, un golpe la devolvió a las catacumbas.
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Pero aún le esperaba salir a la superficie y respirar en la convivencia con Manuel Prado, encabezar la oposición al belaundismo y, muerto Haya en 1979, llegar dos veces a la presidencia con Alan García.
El fujimorismo, en cambio, empezó su treintena al revés. Llegó al poder demasiado pronto. Cambio 90 se fundó el 5 de octubre de 1989, al arrancar la campaña electoral. Que Alberto Fujimori postulara, además de la presidencia al senado (la ley lo permitía entonces), delata que no estaba, ni de lejos, seguro de ganar. Es más, Máximo San Román, candidato a primer vicepresidente y número 2 al senado, me contó que tampoco estaban seguros de que lograrían las firmas suficientes para inscribir al partido y tener derecho a presentar una plancha presidencial, en cuyo caso quizá se hubieran modulado sus ambiciones para lanzarse solo al Congreso. Por eso, recibieron con alivio la noticia de José Baffigo, personero legal, respecto a que ya todo estaba listo para inscribir la plancha.
Sin embargo, Fujimori no dejó de lado la ambición máxima, porque además creía que, a pesar de no contar con socios millonarios, la austeridad y cierto facilismo serían virtudes electorales. No se equivocó. La parafernalia de candidatos al Congreso que se publicitaban cada uno en TV le jugó a flaco favor a Mario Vargas Llosa. Nunca volvimos a ver un derroche igual de contraproducente.
Recién en la segunda vuelta, el apoyo de sectores empresariales marginales al Fredemo y de los grandes perdedores de la primera vuelta (el APRA y la izquierda) llegó para sostener sus ambiciones. De su casa en la calle Pinerolo en Monterrico, y de otras casas y locales prestados, donde solía citar a los correligionarios; pasó a instalarse en oficinas del Hotel Crillón. Ese fue el cuartel donde celebró el triunfo, donde recibió el saludo protocolar a Vargas Llosa y donde dio su primer balconazo.
Máximo San Román me cuenta que mucho cambió entre la primera y segunda vuelta. Fujimori ni siquiera tenía el apoyo de la familia de sus suegros, los Higuchi, empresarios que no querían desafiar el sistema ligándose a un outsider. Hubo muchas disidencias en la comunidad nikei. Los padres de Susana recién decidieron apoyar a su yerno cuando se convirtió en tsunami.
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San Román, me contó de cómo el grupo original en el que estaban Víctor Paredes, su cuñado Víctor Aritomi, o el propio Santiago Fujimori, se vio abrumado al ver desfilar a personajes que querían tener contacto con el nuevo fenómeno de la política. Entre ellos, estaba, claro, Vladimiro Montesinos.
Y fueron once
Fujimori llegó a la cima, pues, en el primer intento y se mantuvo con una persistencia que solo empata con la de Leguía, que terminó su oncenio y su vida con un drama carcelario que también es comparable al que podría llegarle a Alberto que hoy tiene 81 años.
En 1995 ganó arrolladoramente en primera vuelta, dejando atrás a un frente variopinto encabezado por Javier Pérez de Cuéllar. Y forzó en el 2000, contra la Constitución, una rereelección que nos costó muy cara y a la que siguió una refundación a medias de su movimiento.
Por lo tanto, he aquí un rasgo fundacional y fundamental de Alberto Fujimori y del fujimorismo. No hubo lenta y dolorosa construcción de partido, no hubo dogmas ni elaborados programas, no hubo una generación que le contara sus sacrificios y su épica a la otra. Fue el triunfo prematuro de un outsider que tuvo, también, una perversión precoz desde que se asoció a Montesinos en la segunda vuelta. Dos años después, disolvió al Congreso el 5 de abril de 1992.
Le comento la comparación entre Haya y Fujimori a Luis Jochamowitz, autor de “Ciudadano Fujimori”, la primera biografía sobre el presidente más misterioso de todos; y le pregunto, ¿qué hubo entonces en Fujimori?. “Nada de sacrificios, dolor y años de persecución, nada de eso; hay algunas generalidades, seguimiento de intuiciones, algunos cálculos, el tractorcito, el lema [‘honradez, tecnología y trabajo’]”.
Y su perfil de descendiente de japoneses, ingeniero agrónomo y matemático, además de rector de la Universidad Nacional Agraria y ex conductor de un espacio de diálogo en Canal 7, ¿fue crucial?, le pregunto a Lucho. “Nadie puede dejar su perfil de lado; pero más importante es que la gente crea que ese es su perfil”. Ese es un punto clave: el liderazgo, sobre todo para los que llegan de sorpresa, es más percepción que construcción de partido y de bases. “A veces pienso que detrás de él no hay nada, que no hay nadie, que es un misterio”, murmura Lucho.
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Pero hay algo más que la generación del aparato que haga sostenible un triunfo, una motivación inscrita con sangre en la biografía personal, algo distinto a la ambición de ser presidente de su país que todo ciudadano tiene presente en mínimo o imperioso grado. En el caso de Fujimori, un colaborador muy cercano a él, que lo acompañó desde 1989 hasta que acabó su gobierno y que me ha autorizado a glosarlo sin mencionar su nombre, me cuenta algo que puede ayudar a develar el misterio.
“Quería pasar a la historia de este país que alguna vez maltrató a su padre y lo maltrató a él”, me dice el ex colaborador de Fujimori, y agrega que alguna vez lo oyó decir algo así como, “quisieron deportar a mi padre y yo les he arreglado sus problemas”. Naoichi Fujimori fue de la generación de migrantes que padecieron la dura discriminación a la comunidad japonesa durante y tras la Segunda Guerra Mundial.
He ahí parte del sustrato pasional de un hombre en apariencia tan frío y calculador y sin embargo, tan arrojado que disolvió el Congreso, se reeligió no una sino dos veces, montó en sociedad con Montesinos una dictadura corrupta y sui generis, y trató de romper con aquel cuando era demasiado tarde. El 13 de setiembre del 2000 viajó a Brunei, como una escala forzada para refugiarse en Japón.
Y retornó de ese seguro refugio, recalando –hasta ahora ignoramos que tan accidentalmente- en Chile en el 2005. No se le permitió postular en Perú en el 2006 pero sí lo hizo, causando desazón hasta en sus más fieles, al senado japonés en el 2007.
Esta pasión de Fujimori fue correspondida por los extremos nacionales. Hace 30 años un extremo lo votó con confianza ciega (no había presentado un plan detallado y cuando convocó a un evento para hacerlo, tras la Semana Santa, se ausentó aduciendo una ‘intoxicación con bacalao’). Y lo siguió votando, tras la debacle moral del 2000, en la versión de su hija Keiko, casi llevándola al poder en el 2011 y el 2016, esta última vez dando por primera vez a nuestra historia la mayoría absoluta de escaños a un partido político. Sino ganó, fue porque el extremo que lo odia prefirió orquestar la alianza de los otros candidatos contra Keiko.
Partido y entorno
Fujimori no tuvo cariño por sus partidos. Que fueran varios lo delata. Cambio 90 fue uno de los requisitos, parte del ‘checklist’ de alguien que en 1989 se propuso ser presidente. Organización, cargo con representatividad y contactos (no solo rector de una universidad pública, sino presidente de la Asamblea Nacional de Rectores), alianza con grupos emergentes en la sociedad (los evangélicos y los pequeños empresarios) y el mito del japonés sabio y eficiente.
A esa suma entonces virtuosa, Fujimori le llamaba “la mesa de tres patas”. Así lo recuerda el colaborador cercano con el que conversé. Por eso, de primer vice iba Máximo San Román, uno de los líderes de Apemipe (la entonces Asociación Peruana de la Mediana y Pequeña Empresa) y de segundo, el evangélico Carlos García y García. La tercera pata era él mismo, el académico práctico.
Al movimiento le puso la cifra 90, porque su horizonte era ganar esas elecciones. “Fue el traje que se puso”, me dice Lucho. Andrés Reggiardo, colega suyo y catedrático de la UNA, fue uno de los fundadores de C90 y una vez me contó del desdén que su socio sentía por la organización. Luz Salgado, otra de las fundadoras, que era trabajadora administrativa y dirigente sindical en la UNA cuando su rector la convenció de integrar el nuevo partido, también experimentó algo similar.
Martha Chávez, que en 1990 estuvo lejos del fujimorismo, e incluso votó por Vargas Llosa, me cuenta que se integró al entorno de Fujimori recién luego del golpe del 92, como parte de una promoción de técnicos que jaló Santiago Fujimori, hermano menor y hombre clave en el fujimorismo hasta que se apartó en las postrimerías del gobierno (también lo fue para su sobrina Keiko desde el 2006 hasta el 2011, alejándose de ella antes de la campaña del 2016).
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Chávez, Jaime Yoshiyama, Carlos Blanco y otros fujimoristas de nuevo perfil, fundaron el movimiento Nueva Mayoría (NM) el 11 de setiembre de 1992. Le pregunto a Martha porqué no se integraron simplemente a Cambio 90 y me dice “había diferencias, incluso hasta cierta hostilidad, porque nos veían como los que nos subíamos al coche”.
NM, aliado con C90 postuló al Congreso Constituyente Democrático (CCD) en 1993 y luego a las elecciones de 1995. Alguien que hubiera sido un ideólogo del fujimorismo si a Fujimori le hubiera interesado tal función, y que tampoco quiere que lo cite con nombre propio, me hace este apunte: “En realidad, él intuyó algo fundamental. Tengo la impresión que entendió, antes que nadie, que los partidos son medios y no fines. A los que nacimos con la idea de que uno se adscribía a un partido y sufría con él, puede chocarnos. Pero él tuvo una aproximación puramente pragmática, con partidos a la medida, caballos para la carrera. Cuando tuvo a la gente de NM, se habrá dicho para qué voy a dejar que los jefes se peleen, mejor que hagan otro partido. Y luego fue así con Vamos Vecino [fundado en 1997 por Absalón Vásquez, ex alumno y colega de la UNA, para participar en las municipales de 1998]”.
Martha Chávez lo ve de otra forma y evoca algo que le dijo Fujimori: “Un partido es como una piedra en el estanque, tiene que provocar ondas. El partido no es el estanque”. Al parecer, Fujimori no temía lanzar varias piedras en el estanque del jardín zen. El ideólogo que no pudo ser me dice: “Si hubiera conocido a William James, el filósofo pragmático, le hubiera interesado. Pero Fujimori no cree en esas afiliaciones, no piensa en términos de generalidad. Piensa en términos del poder concreto”.
Viéndolo pragmáticamente, ¿por qué le iba a ser caro un partido a un hombre que a poco de comenzar su carrera política fue presidente? Para qué necesitaba el trabajo de hormiga partidario, cuando tenía a su entera disposición el aparato del estado, con mayoría parlamentaria y casi sin fiscalización. Para qué necesitaba ponerse etiquetas de derecha popular, o centroizquierda, o ‘democracia delegativa’, que fue el término acuñado por el argentino Guillermo O’Donnell usado por su benjamín Kenji para etiquetarlo (los herederos académicos de O’Donnell protestaron pues la ‘delegación’ era ejercicio de representación de intereses populares, más no disolución de poderes). Le era más fácil definirse en la percepción de su inmensa clientela popular.
Al ‘Chino’ le gustaba viajar, tomar nota de los pedidos de las más diversas y remotas poblaciones, y resolverlos expeditivamente. Ese clientelismo sustituyó el peso de una sólida organización partidaria fujimorista y, en todo caso, encontró en el estado y en sus programas sociales, y en entes como el Pronaa (Programa Nacional de Asistencia Alimentaria), una proyección ad hoc.
Ni siquiera había una gran sede partidaria durante los 90. La triple alianza C90, NM y VV, tenía más ocurrencia electoral que presencia contínua. Los líderes interactuaban en el Congreso y en las reuniones a las que los convocaba el presidente. Martha Chávez me contó que, junto a otros fujimoristas, se reunieron con varios líderes y presidentes que habían venido a la juramentación de Toledo, buscando cierto respaldo ante lo que consideraban una persecución política. Estos les sugirieron canalizar sus reclamos a través del grupo o liga internacional a la que estuvieran afiliados. “No teníamos ninguna, ni lo habíamos pensado, así como el APRA está en la Internacional Socialista, el PPC con los socialcristianos”. NM recién pergueñó un ideario para adjuntarlo con su inscripción ante el JNE, luego del 2000, cuando ya no eran gobierno. La soledad y la peculiaridad del fujimorismo es otro de los ingredientes únicos del laboratorio político peruano.
El libro del ‘Chino’
No van a ser las “Metamemorias” (2019) de Alan García, donde este se esmera en demostrar que es un intelectual capaz de explicarse a él y a su tiempo; pero tres personas que lo han visitado en los últimos meses, incluida Martha Chávez, me aseguran que Fujimori se ha tomado en serio el afán de publicar un libro autobiográfico. Incluso, hay alguien a cargo dela corrección de estilo y el fact-checking.
No sabemos si allí llenará esas definiciones que sus propios correligionarios buscaron cuando el gobierno se endurecía y se corrompía, mientras su líder seguía fundando entelequias partidarias sin anclarse en una sola. En 1999 fue todo tan confuso, en lo moral y en lo institucional, que Fujimori permitió a Absalón Vásquez sumar a un nuevo movimiento, Perú al 2000, al trío de Cambio 90, Nueva Mayoría y Vamos Vecino. La cuádruple alianza se llamó Perú 2000.
En el 2003 hubo otro reto desconcertante para sus fieles. Pidió, desde Tokio, a su ex jefe de prensa, Carlos Orellana, que fuese secretario general de un nuevo partido, que bautizó como Sí Cumple. En realidad, quería utilizar para ese fin al aparato de uno de los 3 grupos ya existentes. Andrés Reggiardo, que quedó con el mando de Cambio 90, no aceptó (más adelante, se alejó por completo del fujimorismo, y con su hijo Renzo, cambió el nombre del partido a Perú Patria Segura). Tampoco lo hicieron los de Nueva Mayoría. Entonces, Orellana cumplió el encargo de Fujimori utilizando las bases y el cascarón de Vamos Vecino.
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Esa fue la última fundación por encargo de Alberto; pues, tachado para postular en el 2006, primero, y extraditado en el 2007, después; Keiko le tomó la posta y se hizo cargo de Fuerza 2011. Perdida esa elección, Keiko Fujimori rebautizó el partido como Fuerza Popular pues, me lo ha explicado en más de una entrevista, quería que el partido fuese algo que trascendiera el apellido Fujimori. El ideólogo que no pudo ser, me dice que esa es una demostración de que Keiko no piensa como su padre. De hecho, acabó desligándolo completamente de Fuerza Popular, condenando la forma en la que Kenji pactó su indulto con PPK, y acentuando su figura de Rey Lear viendo a sus hijos disputar o extraviar su legado.
Los extremos que lo ensalzan y que lo odian siguen igual de agitados tras 30 años. Y sus propios extremos de hombre que sembró algunas de las bases para un crecimiento sostenible y luego permitió que la corrupción llegara hasta a las máximas decisiones de estado; siguen en espera de muchas explicaciones y reconciliaciones.
En su casi oncenio, el líder pragmático e ideológicamente descreído, se abrió a distintas corrientes, incluida la derecha liberal que lo asesoró y la izquierda liberal a la que halagó siendo el único presidente en la conferencia de Beijing en 1995, hito mayor del feminismo.
Hernando de Soto lo asesoró en la reconciliación del país con el sistema financiero y quizá esa sea una de las pocas colaboraciones que tuvo con una celebridad intelectual. Javier Pérez de Cuéllar, siendo secretario general de la ONU, ya lo había ayudado en la reinserción financiera, apenas empezó su gobierno. Ese es un capítulo poco conocido, pues Pérez de Cuéllar sería luego su principal rival en 1995 y primer ministro de su sucesor Valentín Paniagua.
Por lo general, Fujimori era desconfiado hasta con los suyos, cuando agarraba algunos problemas por las astas, como el de la paz con Ecuador, que resolvió tras un trabajo persistente que lo llevó a tener cercanía y amistad con su homólogo Jamil Mahuad. La controversia sobre su figura crea una bruma persistente que impide el balance sereno de los hitos y de las crisis de un oncenio de poder. Hoy se cumplen 30 años de pasiones desatadas e inquietas.