El excongresista Ushñahua pidiendo ser atendido en el Hospital Amazónico de Yarinacocha. (Captura: Frente a Frente)
El excongresista Ushñahua pidiendo ser atendido en el Hospital Amazónico de Yarinacocha. (Captura: Frente a Frente)
Diana Seminario

El conteo de personas infectadas por el se ha convertido en una rutina de frías estadísticas, curvas y martillos. Como si no quisiéramos ver que cada uno de los 15.628 casos tiene nombre y apellido. Que las 400 personas muertas dejan familias, tristeza y un gran vacío. Pero son invisibles.

Quizás el excongresista sea quien le ponga rostro a los cientos de muertos que se han ido por el COVID-19. El exparlamentario personifica todos los yerros que vemos en esta crisis sanitaria. Fue sometido a una prueba rápida y dio negativo, recorrió tres hospitales buscando aire para sus pulmones pero no fue atendido porque no era un paciente infectado (según las estadísticas).

Tuvo que morir para que sepamos lo que era más que evidente: el virus lo había atacado. ¿Cuántos más Ushñahuas tendremos en todo el Perú?

Piura, donde siempre llueve sobre mojado, parece ser la región que también podría ser el símbolo de que el centralismo mata. El alcalde de esa ciudad, Juan José Díaz Dios, no se cansa de escribir en su Twitter la tragedia que se vive allá. Se acabaron los test. El gobierno regional pidió 50 mil pruebas moleculares, les entregaron 500 para 2 millones de habitantes.

Un sereno de la Municipalidad de Piura murió de COVID-19. Lo diagnosticaron de resfrío. Todos los serenos de Piura en cuarentena. Esa región tampoco cuenta con un comando COVID-19, el gobernador Servando García se opuso. Los cadáveres se siguen acumulando; entre tanto, un empresario quiere donar frigoríficos, pero la burocracia nacional parece que no ayuda en la solución.

Las regiones, los que mueren en sus casas sin diagnóstico, las personas a quienes no les llegó la canasta de víveres, ni el bono de 380 soles, ni tienen CTS ni AFP a las que echar mano, también parecen ser invisibles para un Estado inmenso. Aquí es donde la caridad sale a flote.

Los comedores populares no funcionan, las personas que por lo menos tenían asegurada una comida al día la han perdido. Felizmente en la capital existe La Casa de Todos, de la Beneficencia Pública de Lima. Esfuerzo encomiable.

Las parroquias que también solían ser refugio de los necesitados están cerradas. No hay misas, no reciben la limosna semanal. El alma también tiene hambre, y para los creyentes recibir los sacramentos es un asunto de necesidad, por lo que resulta necesario desde ya pensar en los protocolos que deberán aplicarse, sobre todo en un país como el nuestro, de profunda religiosidad.

Nadie habla de los ancianos, aquellos que no entienden por qué sus familiares dejaron de visitarlos en los asilos que los albergan, muchos de los cuales sobreviven de la caridad. Para ellos la cuarentena es eterna.

De algún modo u otro los invisibles dejan de serlo cuando se convierten en una estadística. Evitemos que sean un simple número.

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