Estamos acostumbrados a oír hablar del afán de China de sumar países a sus zonas de influencia. Hasta hay un nombre persuasivo, un susurro de ‘soft power’ para eso: la ‘nueva ruta de la seda’, que refuerza la conectividad terrestre de China con el resto de Eurasia a la vez que traza una vía marítima fluida con América. Ha sido, la de Beijing, una diplomacia muy activa, firmando tratados de libre comercio (con nosotros se firmó en el 2009), distribuyendo vacunas anti Covid (¡au, Sinopharm!) y alimentando promesas de megaproyectos que han rozado la fantasía: desde un canal en Nicaragua paralelo al de Panamá hasta un ferrocarril transoceánico que entusiasmó a los bolivianos. Ahora mismo los hondureños están arrobados con la promesa -¿o cuento chino?- de un ferrocarril entre el Caribe y el Pacífico; y a los colombianos se les ha metido –cuento de Gustavo Petro- que China puede financiar el metro de Bogotá.
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