Martín Vizcarra ha tropezado con la oportunidad que pocos presidentes tienen de ejercer la jefatura del Estado (función apenas referida en la Constitución) y de conducir reformas políticas y judiciales que realmente trasciendan y no desciendan a distracciones populistas.
Vizcarra tropezó también con la indignación ciudadana por la corrupción judicial y el descrédito de la clase dirigencial política implicada en los sobornos de Odebrecht. Tuvo la habilidad de sintonizar con esa indignación y el mérito de responder a ella con un compromiso de lucha frontal contra la corrupción y reformas constitucionales hoy en marcha entre dudas y certezas.
Pero así como ha podido sintonizar con esa indignación y ganar aplausos y popularidad, Vizcarra tiene que sacar las agallas necesarias para hacer lo que se tiene que hacer por el país, así no haya aplausos, así no haya popularidad.
La presidencia peruana tiene tantos poderes como vacíos, tantas formalidades como recovecos (de ahí viene el título de mi libro “La presidencia ficticia”), que Vizcarra vive en la complicada soledad de no saber si realmente es el jefe del Estado a tiempo completo que necesita el país, el presidente de la República que habitualmente conocemos, o, peldaños más abajo, el jefe de Gobierno que suele confundirse con las cabezas de los demás poderes públicos.
Bueno pues, la urgencia de las reformas y los problemas de fondo del país (hay que volver a crecer económicamente más del 5% o 6% para evitar graves retrocesos en la reducción de la pobreza y el desempleo) requieren de un Vizcarra jefe del Estado, y, como tal, garante de la democracia, del Estado de derecho y de las condiciones de diálogo, acuerdos y consensos capaces de ponerse por encima de las diferencias y enemistades políticas e ideológicas. Ser un factor de unión, no de desunión.
Vizcarra afecta, por ejemplo, su condición de jefe del Estado cuando en su convocatoria a la primera reunión con los poderes públicos llamados a definir el futuro de la Junta Nacional de Justicia excluye al fiscal de la Nación, Pedro Chávarry. Antes había pedido la salida de este del Ministerio Público, la cual solo puede resolverla constitucionalmente el Congreso.
Al presidente podría no gustarle Chávarry y a Chávarry no gustarle el presidente. Pero ambos se deben a un ordenamiento constitucional de respeto mutuo. Tampoco es dable que dos fiscales subalternos decidan a nombre del Estado las condiciones de indemnización y continuidad operativa de Odebrecht a cambio de delaciones que no sabemos cómo pueden ser direccionadas. Y otros fiscales que llegan a la extorsión para convertir a sus procesados en colaboradores eficaces de cualquier cosa no corroborada.
Los peruanos esperamos que los casos fiscales y judiciales anticorrupción avancen en debidos procesos, en acusaciones firmes y en sentencias claras más que en la montaña rusa de investigaciones y prisiones preventivas.
El propio Vizcarra podría encontrarse el 2021 con muchos procesados en estado de impunidad y con algunas reformas impulsadas por él vueltas a fojas cero por estar simplemente mal hechas.