Llegar al poder cuesta plata. Siempre fue así (y solo hablamos de la vía electoral, pues la golpista, más que plata, cuesta agallas y falta de escrúpulos). Cristóbal Aljovín, historiador de nuestras elecciones en el siglo XIX me dice que, en lo que respecta al dinero: “todo era muy informal y el gasto se concentraba sobre todo en el último día, en llevar a la gente a las urnas, en comprar votos”.
O sea, el modelo electoral que describe Cristóbal invertía más en movilizar físicamente a la gente que en propaganda para persuadir sus mentes. El ‘pisco y butifarra’ se acuñó precisamente a mediados del siglo XIX para caricaturizar ese modelo que, además, recurría a matones para vigilar el voto coaccionado o comprado. Ojo, que entonces no había cámara secreta, se votaba a vista y paciencia de los miembros de la mesa de sufragio y de quienes la rodeaban. El licor y los sánguches era el ‘snack’ clientelista con que se pagaba a los que amedrentaban y vigilaban el voto.
En 1896, como si fuéramos contra la corriente, el voto no se amplió sino que se restringió. En teoría, las elecciones no discriminaban a nadie salvo a las mujeres (recién votaron a partir de 1956); pero ese año, tras un debate en el que se adujo que la masa indígena era muy manipulable, se redujo el voto a solo los varones mayores de 21 años que supiesen leer y escribir. Esa restricción, me dice Aljovín, también se podía ver como una forma de reducir costos.
A partir de la década del 30, sí se recuperó y amplió el electorado. Recién la Constitución de 1979 devolvió plenamente el voto a los analfabetos, pero el porcentaje de estos se fue reduciendo sensiblemente durante el siglo XX. Y tuvimos medios de comunicación de masas (a la prensa escrita se sumó la radio a partir de 1925 y la TV a partir de 1958) que convirtieron la propaganda electoral en un gran rubro, con expertos y presupuestos que acabaron siendo, a la larga, más importantes que lo invertido en la logística de giras y mítines.
Las elecciones de 1956 fueron las primeras con un electorado calculado en millones de votantes. Era la primera vez que elegían las mujeres pero faltaba, aún, la TV que hizo escalar el financiamiento hasta montos de escándalo que se calculan entre el 50% y el 75% de la inversión en toda la campaña.
En las elecciones de 1962 y 1963, la pantalla todavía era muy joven y tuvimos que esperar hasta 1980 para tener las primeras elecciones modernas, con spots, anuncios callejeros y los apuros para movilizar a los candidatos por todo el país.
Los presupuestos se abultaron y los óbolos de la militancia, por más disciplinada y sacrificada que fuese, eran insuficientes para ayudar a llegar al poder a Belaunde o a Alan García. Formas de captar recursos, de hacer ‘fundraising’ entre simpatizantes solventes y empresarios, se volvieron indispensables. Sumemos a esto que la Constitución de 1979 validó el voto preferencial y tuvimos, por añadidura, decenas de candidatos al Congreso buscando fondos para destacar en sus listas. Y llegamos a las elecciones de 1990 que nos marcaron para siempre.
-El diablo en campaña-
Con el Fredemo se llevó todo al extremo. Mario Vargas Llosa no tenía partido y eso facilitó que sumara todas las simpatías de aquellos del establishment, del empresariado y de los canales de TV que lo apoyaron como si fuera su candidato natural. Algunos de sus postulantes al Congreso hicieron algo bárbaro, que no vimos ni antes ni después de esa elección: difundieron sus propios spots televisivos, generando un caos publicitario que distrajo a la propia campaña del líder.
En su autobiografía, “El pez en el agua” (Seix Barral, 1993), Vargas Llosa afirma categórico que el dispendio en publicidad, por oposición a la imagen austera que proyectó Alberto Fujimori, resintió al electorado al punto que fue una de las principales causas de su derrota. El tesorero de la campaña, Felipe Thorndike, falleció y no le podemos pedir que confirme las amargas impresiones confesadas por MVLL.
Fernando Tuesta me cuenta que ya para entonces en varios países europeos había regulaciones que prescribían o dejaban solo al estado, el costo de la publicidad en la TV, que se convirtió en el principal rubro del gasto. La idea regulatoria era que la disponibilidad de recursos “hacía la diferencia” en lugar del voto.
"El que tenía exponía; el que no, miraba; de ahí la preocupación porque los partidos no cayeran en manos de las corporaciones”, me dice Fernando y recuerda que en el 90 no teníamos ni siquiera una ley de partidos, pero recuerda que el dispendio fue tan grande que motivó una investigación en el Congreso a cargo del entonces senador de izquierda, Rolando Ames.
Llamé a Ames y recuerda así el episodio: “En realidad no fue una investigación. Yo era miembro de la Comisión de Constitución y teníamos que revisar un proyecto de Roger Cáceres que buscaba poner límites al gasto en publicidad. El proyecto era malo, pero el tema era bueno, y Luis Alberto Sánchez, quien presidía la comisión, me insinuó que lo mejorara”. Rolando, a partir de lo planteado por Cáceres, hizo un proyecto para limitar la contratación de publicidad en TV y que esta fuera parcialmente costeada por el estado.
El proyecto de Ames quedó encarpetada en ese Congreso saliente; y recién en el referéndum del 2018, los congresistas de la mayoría fujimorista y del APRA agregaron a lo planteado por el gobierno, la prohibición de contratación de publicidad en radio y TV. En estas elecciones complementarias será la primera vez que se aplique.
Esa reforma del 2018 nació de las desgracias penales de Keiko Fujimori y otros candidatos, generadas precisamente a partir de los aportes de Odebrecht a sus campañas. Sin embargo, antes de eso, los políticos ya padecían las de caín para financiar sus candidaturas y no promovieron una legislación que disminuyese el costo de las campañas y lo transfiriera al estado. Bueno, en 1995, en la campaña municipal de 1998 y en el 2000, irregular y excepcionalmente, el estado había apoyado de alguna forma el reeleccionismo naranja.
Recién en el 2003 (Ley de Partidos 28094) se consagró una reforma electoral que obligó a transparentar las fuentes de financiamiento, ponerles tope y prohibir aquellas del extranjero. Pero no se incorporó ninguna medida que disminuyera los costos que se hacían cada vez más insostenibles y que obligaban a que los candidatos pasaran el sombrero a demasiadas personas y empresas. Podemos presumir, incluso, la existencia de tesoreros, financistas, intermediarios y candidatos mismos, que encontraron en las campañas caras, no solo un camino obligado de recorrer para su participación política, sino una forma de captar fondos para asegurarse su futuro.
En las elecciones del 2006 se aplicaron por primera vez las obligaciones de transparencia de los aportes. Se hizo la ley y se hizo la trampa. Las primeras denuncias ya encontraron a falsos aportantes con domicilios que no les correspondían, o a personas identificables, ligadas al partido pero con aportes ajenos que en realidad disfrazaban una donación extralimitada. Ello se conoció más adelante como ‘pitufeo’. En el mejor de los casos, la fuente oculta y escamoteada, es una persona natural o jurídica que quiere mantener la reserva; en el peor de los casos, es el narcotráfico u otra mafia.
La ley no señala tope para la recaudación general pero sí para cada donación (nadie debe dar más de 60 UIT o un aproximado de S/23 mil al año). De ahí que quienes dan más, como los US$3,6 millones de Dionisio Romero Paoletti, presidente del directorio de Credicorp Ltd a Keiko, obliga a que el partido haga diversas estratagemas para ocultarlo. Ese solo aporte, equivalente a S/12 millones, es más de dos tercios de los S/17 millones declarados por Fuerza Popular en esa campaña. La ley fue burlada y los cálculos desbordados por mucho.
El Congreso pasado, poco antes de ser disuelto, aprobó una última reforma que incorporó al Código Penal dos nuevos ‘delitos contra la voluntad popular’: el llamado ‘financiamiento prohibido’ (art. 359A) y el ‘falseamiento de información sobre aportes, ingresos y gastos’ (art.359B). El aporte identificado no debe ser superior a 50 UIT y el anónimo apenas a 2 UIT (S/8.400). Tras las elecciones del 26 de enero, veremos los resultados de las primeras reformas para gastar menos y elegir mejor.