En momentos de intensa y absorbente judicialización de la política y politización de la justicia, que involucra también de manera intensa y absorbente al Gobierno y Legislativo, ¿quién toma a su cargo la administración del país?
¿Quién tendría que hacer lo que se debe y tiene que hacer para que el país funcione?
La pregunta se cae de madura en medio de denuncias, citaciones y procesos fiscales, judiciales y parlamentarios que, sin duda, son necesarios dentro de la cruzada anticorrupción emprendida hace meses. El problema es que todo esto tiene paralizada la conducción gubernamental propiamente dicha.
No es hora de quitarle a la justicia sus poderes y prerrogativas. Tampoco al Legislativo los suyos. Pero es hora de que quienes tienen en sus manos la dirección, manejo y destino de ministerios y otras instituciones del Gobierno Central, encargados de responder por las necesidades, salud y bienestar ciudadanos, vuelvan los ojos sobre la realidad.
Vemos al Gobierno, así en mayúscula y con todos sus poderes, como transportado a otro planeta.
Los peruanos no delegamos poderes presidenciales, parlamentarios, regionales y municipales, que comprometen elevados presupuestos en su desempeño, para que se conviertan en una mera distracción pública mediática.
A nombre de la estabilidad política y jurídica tan gravemente afectadas en los últimos tiempos, necesitamos ver urgentemente honrados esos poderes con una mayor dosis de ecuanimidad, eficiencia y responsabilidad.
El presidente Martín Vizcarra viene ensayando bien su papel de jefe del Estado. Tiene, de un lado, el complejo liderazgo de una cruzada anticorrupción en la que, contra su agrado, debe deslindar permanentemente con los pasivos del gobierno de Kuczynski, del cual formó parte. Y de otro lado, un paquete de cuatro reformas constitucionales de las cuales solo parece importarle, por su rédito populista, la no reelección parlamentaria.
El retorno a la bicameralidad, pese a constituir una clara reivindicación para el sistema parlamentario y político del futuro, no cuenta en su agenda por el referéndum del próximo 9 de diciembre.
No a lo beneficioso y perdurable aunque impopular. Sí a lo perjudicial y transitorio aunque popular. Curiosamente, la voz del pueblo, respetable sin duda, vence a la razón de Estado, respetable también.
Inmerso como está Vizcarra en la cruzada anticorrupción y en el horizonte del referéndum, en los que se juega no solo su aprobación y popularidad, sino además algunos cálculos políticos a mediano plazo, que podrían incluir su eventual postulación presidencial el 2021, el primer ministro César Villanueva tiene que pensar más seriamente que nunca en entrar de lleno en el gobierno del día a día.
Tendrá que hacerlo casi de facto, como de facto Vizcarra se ha convertido más en jefe del Estado que en jefe de Gobierno. Es hora de un sensato reparto de funciones. Vizcarra en lo que viene liderando y haciendo, y Villanueva en lo que precisamente Vizcarra ha dejado de liderar y hacer: la gobernabilidad dura y concreta.
Ese es el mayor desafío de ambos en un momento de acumulación crítica de tareas pendientes, entre ellas la reactivación económica.