Tienen la posibilidad de trabajar desde la comodidad de sus casas, echados en sus camas si así lo quieren, con sus pijamas y pantuflas mientras se conectan a los plenos o sesiones de comisiones por vía remota. No hay forma de saber si están atentos a los debates o perdiendo el tiempo en otras cosas. Son las ventajas de la virtualidad.
Cuentan con equipos de asesores y auxiliares a su disposición, quienes se encargan de hacerles la chamba mientras ellos solo se limitan a poner la cara y el verbo. Trabajadores a los que, por supuesto, ellos no les pagan ni un solo centavo de sus bolsillos. Trabajadores que reciben sus salarios de los impuestos que pagamos todos los peruanos. Trabajadores a los que muchos de ellos, muchas veces, suelen mocharles los sueldos.
Pueden viajar al extranjero cada vez que les plazca, con todos los gastos pagados, no importa si hay semana de representación o votaciones importantes programadas para esos días. Toda invitación es bienvenida. Ya ni siquiera se esfuerzan en inventar un pretexto que no sea el conocido cuento de que “hay que conocer otras realidades y compartir experiencias legislativas con colegas de otros países”.
LEE TAMBIÉN | Inseguridad, contrarreforma y pica, por Fernando Vivas
A diferencia de millones de peruanos que viven con el diario temor de la inseguridad ciudadana, ellos tienen a su disposición personal policial que los resguarda.
Reciben 14 sueldos al año, seguro de salud completo, pasajes aéreos nacionales para las semanas de representación, bufets, blindaje asegurado en la Comisión de Ética y un largo etcétera.
Como si todas esas gollerías no fueran suficientes, la Mesa Directiva que preside Alejandro Soto aprobó otorgar a todos sus colegas un bono de casi S/10.000, que inicialmente estaba previsto que sea entregado solo a los trabajadores parlamentarios. Cachetada y golpe directo en el plexo solar de la pobreza en plena recesión. Y no solo eso. En un contexto marcado por las denuncias de recortes de sueldos como práctica generalizada en el Congreso, nada garantiza que el 100% de esas bonificaciones vaya a terminar en los bolsillos de los trabajadores. Se han ganado a pulso la desconfianza como para que esa posibilidad no suene descabellada. No sería raro que varios mochadores ya estén sacando cuentas.