Cualquier observador externo algo desprevenido diría que el Perú es un modelo de institucionalidad. Mientras en la meca del derecho y el equilibrio de poderes el presidente Trump despide al jefe del FBI por llevar adelante una investigación que podría llegar a comprometerlo, en el Perú el ministro de Transportes renuncia ante un informe de la contraloría que el propio Congreso iba a considerar definitorio para censurarlo o no. En el Perú gobierna el contralor general de la República.
Pero resulta que lo que gobierna es la arbitrariedad descontrolada, porque el informe de la contraloría es confuso, contradictorio, equivocado y abusivo. Los argumentos no se entienden o son banales. El cálculo del perjuicio económico de 40 millones de dólares es erróneo, como ya ha demostrado el MEF. Es imposible que nada sea más perjudicial que un financiamiento con una tasa implícita de 22% anual, que la propia contraloría reconoce en un comunicado. Y nadie tiene derecho a destruir la honra de 11 funcionarios acusándolos penalmente sin fundamento alguno y sin tipificar delitos ni demostrar dolo y por decisiones principalmente técnicas.
El contralor es un peligro público. ¿Qué funcionario se atreverá a tomar decisiones con una espada de Damocles de este tamaño? ¿Vamos a permitir que se frene el desarrollo del país?
Solo la debilidad del Gobierno puede explicar que Vizcarra sometiera su destino a la opinión de la contraloría. Pues lo que era realmente escandaloso era el contrato original, que ni siquiera se podía resolver sin penalidad porque el cierre financiero no tenía plazo. Una trampa. Por eso la adenda. Terminar el contrato unilateralmente era –y sigue siendo– muy costoso. Según “Semana Económica”, habría que haber pagado –y habrá que hacerlo ahora– 40 millones de dólares entre garantía de fiel cumplimiento y gastos ya hechos por el consorcio, más el lucro cesante que podría estar alrededor de los 265 millones de dólares, según el ex ministro. Sin contar lo que habrá que abonar si el Estado es demandado ante el Ciadi y perdemos el caso.
Por lo demás, tampoco se podrá resolver antes de 6 meses, es decir, a fin de año. Si sumamos todo el tiempo que requiere un nuevo proyecto, para el que no hay ni siquiera estudios de ingeniería, salvo que Kuntur Wasi los venda (¿a cuánto?), estamos hablando de un inicio de obras no antes de 3 o 4 años, con suerte. ¿Cuánto cuesta esa demora? Sumemos por favor.
Todo este absurdo y la salida de un buen ministro son consecuencia de la incompetencia política del Ejecutivo y de Fuerza Popular (que acaso se solaza en la caída de Vizcarra), incapaces de dialogar para buscar soluciones, dejando el campo libre a la demagogia arropada de mentirosa anticorrupción y falsa defensa del interés público de algunos congresistas. Que es una forma de corrupción, porque busca no dinero, sino conseguir votos y popularidad a costa del desarrollo del país, del trabajo de mucha gente.
Salvo que lo que se quiera sea vacar ya no solo al vicepresidente.
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