(Foto: Presidencia Perú)
(Foto: Presidencia Perú)
Erick Sablich Carpio

Luego de conocerse que el pedido de vacancia en su contra se había quedado corto gracias a los diez votos en abstención de las hasta ese momento discretas huestes de Kenji Fujimori en Fuerza Popular, el presidente celebró su permanencia en el cargo y envió lo que debiera ser un mensaje esperanzador: “Peruanos, mañana empieza un nuevo capítulo en nuestra historia: reconciliación y reconstrucción de nuestro país [...]”.

Un análisis más frío de nuestra realidad, sin embargo, sugiere que las razones para el optimismo son más bien escasas y que los actores de esta película clase B en la que se ha convertido la política nacional no han extraído lección alguna de la sucesión de errores y desatinos que tienen al Perú entrampado en las dos últimas semanas de las pasadas elecciones generales. El problema, claro está, empieza en las cabezas de las fuerzas políticas llamadas a gobernarlo.

Ver a Kuczynski ensayar un bailecito en medio de ridículos vítores de “Sube, sube, PPK”, al término de una jornada en la que quedó a ocho votos de ser el cuarto jefe de Estado del país en ser vacado, debe ser la mejor muestra de que no ha entendido absolutamente nada. No es momento de festejos ni, ciertamente, de disforzados bailes.

El presidente no parece comprender que son sus propias acciones las que lo han llevado a su crítica situación actual, que esta aún no ha sido superada y que siguen pendientes de aclaración sus vínculos profesionales (directos o indirectos) con empresas del grupo Odebrecht desde que fue ministro de Estado. Tampoco hay indicios de que reconozca que fueron sus constantes traspiés los que obstaculizaron y arrinconaron a quienes se supone serían sus más cercanos colaboradores :el ex primer ministro Fernando Zavala, el vicepresidente Martín Vizcarra y la primera ministra Mercedes Aráoz.

Al otro lado de la orilla el panorama no es más alentador. De hecho, la exasperación que produce la conducta errática de PPK puede lucir inofensiva frente a los atropellos que la mayoría parlamentaria ha venido desplegando desde el Congreso con –hasta la noche del jueves– sobresaliente disciplina.

El fujimorismo (precisión: el keikismo) acaba de encajar un golpe perfectamente comparable con las derrotas electorales de su lideresa y no tiene a quién culpar más que a él mismo. Incapaz de asumir con madurez que perdió unas elecciones que tenía ganadas, se dedicó a avasallar a quienes considerara enemigos políticos (Ejecutivo, Ministerio Público, medios de comunicación) y eso solo ha fortalecido sus anticuerpos y quebrado su unidad interna. Ello, a tal punto que paradójicamente para un sector antifujimorista el posible indulto a Alberto Fujimori como mecanismo para resistir a su hija Keiko se ha vuelto en una alternativa digerible.

Siempre es posible albergar la esperanza de que las personas cambien. Los pasos previos de los protagonistas de esta danza circular, sin embargo, sugieren que esta fiesta tiene para rato.

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