El elector se enfrenta ante Alan García con una duda y un condicionamiento.
La indecisión se explica por una serie de preguntas legítimas que podría hacer cualquier ciudadano mayor de 35 años: ¿de qué Alan García hablamos? ¿De aquel que llevó el país a la ruina en su primer gobierno o, en cambio, el que se enorgullece de haber reducido la pobreza en 20 puntos porcentuales durante su segundo mandato? ¿El que se opuso a la firma del TLC con EE.UU. y encabezó una marcha en contra de dicho acuerdo, o el que lo firmó años después y lo reconoce como uno de los logros de su gestión? ¿El heterodoxo o el ortodoxo? ¿El populista o el neoliberal? ¿El que está a favor de la pena de muerte o el que, con supuesta ayuda divina, conmutó las condenas de más de tres mil narcotraficantes? ¿Aquel que divide a los peruanos en ciudadanos de primera y segunda clase o el que publica poemas de dudoso gusto pero indudable espíritu patriota?
El condicionamiento es un derivado de las respuestas: ante tanto dilema solo se puede optar por amar u odiar. Que la candidatura de Alan García no acepte matices está bien reflejado en la amplia resistencia que aún mantiene en las preferencias (64% de los encuestados afirma que jamás votaría por él), pero ello significa, a estas alturas, poco: un presidente que ha podido volver a Palacio luego de haber causado el aprocalipsis del periodo 1985–1990 puede, perfectamente, remontar el baguazo y los narcoindultos, dos horrores que acabarían con cualquier otra carrera política. Sin embargo, una sospecha se cierne sobre esa capacidad, en apariencia infinita, de resurgir: en las mitologías nobles y modernas, solo Cristo y los zombies resucitan. Sería una blasfemia sugerir que estamos ante el primer caso.