Ricardo León

Antes del debate presidencial, el primer hecho curioso de una tarde propicia para el anecdotario político ocurrió a las 4:30 p.m., con la llegada de Gregorio Santos al Centro de Convenciones de Lima. Obviamente, la hora no la decidió él: el permiso que le había otorgado el Instituto Nacional Penitenciario (INPE) regía desde las 2 p.m. y era por 10 horas. A su llegada debió esperar en una sala acondicionada para él y los 26 policías asignados a su custodia.

De hecho, desde su cuenta de Twitter (que no maneja él, realmente), publicó una foto del escenario y escribió: “Esperando para salir al debate”. Pero lo primero que ocurrió cuando subió al estrado es que trastabilló y cayó; Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski y Fernando Olivera, que ya se acomodaban en sus asientos y cruzaban alguna que otra palabra, lo ayudaron a levantarse.

Perfecto prólogo de un encuentro que destacaría más por la anécdota que por la discusión.

–Los invitados–
Durante el debate, más euforia hubo debajo del escenario, en la sección donde se ubicaron unos mil invitados al evento. Cada interrupción, fuera por pausas comerciales o por la franja electoral, convertía el lugar en una enorme reunión social. Otros aprovechaban para conversar durante escasos segundos con los candidatos. Los más activos asesores al paso fueron Álvaro Barnechea (con su hermano, Alfredo), Marisa Glave (con Verónika Mendoza) y Andrés Alcántara (con Gregorio Santos).

Allí estaban de todos los colores y tendencias: candidatos al Congreso, asesores de campaña, periodistas que supieron sortear las herméticas medidas de seguridad, analistas políticos, algunos familiares.

Se les dijo que no se podían manifestar ruidosamente cuando aparecieran sus candidatos, pero lo hicieron. Se les pidió que no pifiaran al oponente en los mano a mano, y pifiaron. Se les pidió no aplaudir, y aplaudieron.

Esto se llegó a convertir en un problema incómodo para José María Salcedo y Mávila Huertas. Ocho veces pidieron al público que controlara sus manifestaciones de apoyo o reprobación. Las últimas dos lo hicieron mirando directamente a la zona donde se habían ubicado los invitados de Alianza Popular. Desde el momento en que Olivera enfiló las baterías contra Alan García, comenzaron los gritos.

Representantes del JNE y de Seguridad del Estado se acercaron al lugar para intentar calmar los ánimos, pero fue en vano. “Yo no recojo ofensas” fue lo primero que dijo García cuando acabó el turno de Olivera. Y era cierto: las respuestas vinieron desde la tribuna.    

—Cuando se baja el telón—
Después del debate, todo el orden estipulado se desmoronó. La mayoría de candidatos se dirigió directamente a los estudios de televisión armados para la ocasión, porque la oportunidad era propicia para decir lo que el evento no permitió por cuestiones de formato y tiempo.

Pero hubo otros candidatos con menos apuro mediático. Barnechea salió a los pasillos y, entre otras personas, saludó (esta vez sí) a Mercedes Aráoz. Flores-Aráoz (que en determinado momento, hacia el final, sacó su smartphone y lo usó mientras García hablaba en el micrófono) deambuló por los alrededores. Toledo, acaso una de las incógnitas del debate, intentó reforzar algunas ideas frente a las cámaras. Para el ex presidente, el debate continuaba.

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