El ex presidente Alejandro Toledo tenía el dinero en su casa de California para solventar sus gastos personales, según su abogado. [Foto archivo El Comercio]
El ex presidente Alejandro Toledo tenía el dinero en su casa de California para solventar sus gastos personales, según su abogado. [Foto archivo El Comercio]
José Carlos Requena

Los apuros judiciales de han vuelto a ponerlo en primer plano. No es un espacio nuevo para él: hace 19 años era el sorpresivo líder de la oposición a la ilegal reelección de Fujimori; hace 18, el presidente electo.

¿Cómo llegó el país a convertir en presidente y líder político por casi dos décadas a quien hoy personifica varios de los lastres que lo aquejan?

Toledo –al frente de una agrupación de nombre versátil y vacío: Perú Posible– era heredero de la retórica antipartidos que tan bien instalaron Fujimori y Montesinos. Aunque no era nuevo en las lides electorales, estaba fuera de lo que en los noventa se llamaba, peyorativamente, la “partidocracia”.

La presunta naturaleza democratizadora hizo que se desarrollara una indulgencia muy particular. Los cuestionamientos a Toledo eran vistos como “hacerle el juego” al partido de oposición más fuerte, el Apra, o como nostalgia de los noventa. No era extraño escuchar: “Quien critica mucho a Toledo, lo hace porque extraña al ‘Chino’”.

Los partidos políticos que habían vuelto a la escena, como el Apra o el PPC, no parecían tan interesados en recomponer el precario sistema que habían sostenido en los ochenta. En tanto, la izquierda se había recluido en organizaciones de la sociedad civil o formaba parte del proyecto de Toledo (Henry Pease, Gloria Helfer); en tal situación, lo defendía.

La sociedad civil encontraba acogida a diversas demandas (la descentralización, una agenda transicional), iniciativas luego truncas o mal implementadas. Entre el 2001 y el 2006, florecieron o se fortalecieron varios espacios de concertación, como el Consejo Nacional del Trabajo o el Consejo Nacional para la Concertación Agraria.

Toledo supo escoger su círculo de colaboradores. En la mayoría de casos, sus ministros, viceministros y principales articuladores congresales aliviaron los serios vacíos que dejaba una personalidad frívola e indolente. Ello ayudó a que sobreviva una gestión de baja aprobación popular (promedio mensual: 22%, El Comercio-Ipsos) y a que se lograran las pocas reformas del nuevo milenio.

El sector privado –cobijado por la disciplina macroeconómica, entusiasmado por las posibilidades del comercio internacional– creyó ilusamente que lo mejor era no mover las cosas.

Toledo no hubiera sido posible sin las “identidades políticas negativas” a las que suele referirse Carlos Meléndez (ver “El mal menor”- IEP, 2019). En el 2000 y 2001, el elector que votó por Toledo lo hizo en gran parte para manifestar su oposición a Fujimori y García, respectivamente. En la primera vuelta del 2001, la izquierda –con algunas candidaturas en la lista Perú Posible– prefirió la incertidumbre de la gaseosa tercera vía que planteaba Toledo antes que la certeza de la derecha democrática que, en ese momento, representaba Lourdes Flores.

Toledo, autodefinido como un “error estadístico”, fue el primer mal menor del milenio. El Perú cometió el error histórico de brindarle indulgencia y entusiasmo. Algún aprendizaje debería quedar.