No hay presidente mudo. Quizá malhablado, gangoso o parco, pero jamás mudo. Sus ancestros más remotos ya peroraban ante la tribu. En la República contemporánea, el discurso adquirió hasta un marco legal. Por ejemplo, en nuestra Constitución, art. 118, inciso 7, sobre las atribuciones y obligaciones del presidente, se dice que este debe “dirigir mensajes al Congreso [...] en forma personal y por escrito, al instalarse la primera legislatura ordinaria anual”.
O sea, por lo menos una vez al año, cada 28 de julio, la ley obliga al presidente a perorar ante la nación. El lado bueno es que hace un rico acopio de información sectorial, pues el mismo inciso dice que el discurso debe ser “aprobado por el Consejo de Ministros”. Lo malo es que la lectura se vuelve farragosa y pierde alma.
Víctor Andrés García Belaunde tiene una teoría histórica de por qué nos pusimos tal corsé: su tío Fernando Belaunde Terry, buen orador y escriba, meditaba con mucho celo sus mensajes de Fiestas Patrias y luego, con las ideas alineadas en la cabeza, hacía una apasionada exposición, sin leer nada. Al menos, así lo hizo durante su primer gobierno de 1963 a 1968. Luego, su gran rival, Haya de la Torre, bregaría por establecer en la Constitución de 1979 que los mensajes deben ser leídos, y ello se repite en la Carta del 93. Según la teoría de Víctor Andrés, Haya cortó póstumamente alas a Belaunde. Y mientras duró la dictadura militar, ideólogos escribas como Carlos Delgado ocuparon la plaza. De este habría sido, en boca de Juan Velasco: “Campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza”.
Irónicamente, igual o más afectado por el corsé, estuvo el favorito de Víctor Raúl, Alan García, quien en dos gobiernos tuvo que reprimir su afán oratorio en Fiestas Patrias. Por eso, entre sus discursos más recordados están otros, los de campaña u ocasiones extraordinarias, donde no tenía sostén escrito y podía hasta recitar, con Calderón, “la vida es sueño, y los sueños, sueños son” (mitin de retorno al Perú en el 2001). Con todo, García sí le daba importancia al mensaje oficial. Su colaborador Hugo Otero me confirma que no pedía ni recibía ayuda más allá de los informes sectoriales, y se encerraba para dar vida al discurso.
Esta burocratización del mensaje presidencial ha frenado nuestra comunicación política al más alto nivel. No tenemos la escuela discursiva norteamericana, pródiga en ocasiones –15 minutos es el tiempo ideal– para que los ‘speechwriters’ hagan de las suyas y los presidentes hagan suyo lo encargado a aquellos.
Hemos reprimido esta republicana pulsión oratoria que llevó al presidente José Luis Bustamante y Rivero, según anécdota sazonada por Víctor Andrés, a encerrarse tres días y paralizar su despacho, todo para elaborar su discurso de inauguración de la plaza y estatua de Miguel Grau en 1946. “Vuestra nave minúscula ha crecido, almirante”, declamaba el presidente para un futuro que preferirá sacrificar la retórica por la jerga tecnocrática.
—Chamba dura—
García fue el último presidente orador. Fujimori fue parco y práctico. Pero cumplió, ni muy sobrio ni muy estremecido, el ritual del 28 de julio. Para ello, tuvo el apoyo del escritor Carlos Orellana (se excusó de conversar, pues está alejado de la política y concentrado en sus planes literarios). Carlos Raffo, colaborador de Fujimori a partir de 1998, me contó que fue testigo de cómo Fujimori se reunía con Orellana, le daba el tema y las ideas básicas y, luego, el otro volvía con un borrador. Es lo normal en un proceso de ‘speechwriting’. Digamos que lo de Fujimori no fue oratoria republicana clásica, sino parquedad elocuente con ayuda profesional.
Paniagua sí tenía la escuela compartida por Belaunde, García y Bedoya Reyes (tremendos mensajes que nos perdimos al no elegir al último), pero no tuvo mucho tiempo para desplegarla. Juan Sheput me cuenta que el difunto Pedro Planas y Alberto Adrianzén lo ayudaban en su afán.
Durante el gobierno de Toledo, la tarea de escriba recayó en Juan de la Puente. Juan era consejero del presidente y su acopio de información sectorial para el mensaje del 28 empezaba semanas antes de una lectura en la que Toledo –lo cuentan varios de su entorno– se apartaba caprichosamente del libreto. En una de esas prometió levantar su secreto bancario y retó a los congresistas a hacer lo mismo. La oratoria, en una personalidad como la de Toledo, deviene alarde.
Y volvió el discurso florido de García, delatando cierto desajuste con los nuevos lenguajes de la TV y las redes, que obligan a los presidentes a cambios bruscos de estilo. Ollanta Humala no acusó ese desfase, pues no tenía vena ni escuela de orador. Sí comunicaba, con cierto estilo de militar informal, pero sus mensajes de Fiestas Patrias fueron tediosos. Salvo el del 2011, donde lo ayudó su asesor de campaña Luis Favre, seguimos el ritual con cierta fatiga. El secretismo de su entorno impide conocer a sus escribas, pero se puede presumir que Nadine Heredia puso ideas y líneas.
Aunque no la pega de orador como Belaunde o García, Kuczynski quiso marcar la diferencia el último 28. Por ser el primer mensaje, estaba exento de la obligación del detallado reporte sectorial, y pudo leer un ‘speech’ más corto y encendido que de costumbre. Contó con una mano amiga que quiere permanecer en el anonimato. No se trató del periodista Carlos León Moya, citado por algunos. Carlos, más bien, es miembro del gabinete de asesores de Fernando Zavala y tuvo que ver con el trabajo de equipo que urdió el discurso con el cual el primer ministro pidió su investidura. El discurso de PPK en la ONU, foro crucial para el que los presidentes suelen pulirse, fue una oportunidad perdida para la elocuencia.
La tecnocracia tiene que persuadirnos y para eso no bastan cifras, se necesitan palabras y plumas inspiradas.
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— Política El Comercio (@Politica_ECpe) 24 de septiembre de 2016