Viernes 30 de julio, por la mañana. El presidente Castillo y algunos integrantes de su entonces incompleto Gabinete, incluido el primer ministro  Bellido, encienden una antorcha en homenaje a las casi 200 mil víctimas del COVID-19 en el país. (Foto: Alberto Orbegoso)
Viernes 30 de julio, por la mañana. El presidente Castillo y algunos integrantes de su entonces incompleto Gabinete, incluido el primer ministro Bellido, encienden una antorcha en homenaje a las casi 200 mil víctimas del COVID-19 en el país. (Foto: Alberto Orbegoso)
/ Alberto Orbegoso
Ricardo León

, a quien en su casa llaman José, chocó el puño amistosamente con Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, a quien en su casa llaman rey de España, e imaginó que así cerraba un círculo de 200 años de diámetro.

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Castillo había comenzado su discurso ante el Congreso –primer acto protocolar como presidente– apelando al peso de las reivindicaciones. “Somos cuna desde hace cinco mil años de civilizaciones y culturas trascendentales...”, leyó al inicio. A un par de cuadras, policías con escarapela jaloneaban las banderas negras de La Resistencia y le impedían el avance.

Continuó: “Hasta que llegaron los hombres de Castilla, que con la ayuda de múltiples felipillos y, aprovechando un momento de caos y desunión, lograron conquistar al estado que hasta ese momento dominaba gran parte de los Andes centrales”. La mañana siguiente, “La Gaceta”, diario virtual de la derecha conservadora española, tituló: “VOX denuncia que Castillo declara la guerra a la civilización”. Más cerca, y con más clics a cambio, “Trome” publicó una lista de memes alusivos.

Castillo pasó la página, acomodó el sombrero y siguió leyendo: “Los tres siglos en los que este territorio perteneció a la corona española le permitieron explotar los minerales que sostuvieron el desarrollo de Europa”. Felipe VI miró hacia adelante, hacia los escaños silenciosos de Fuerza Popular.

Terminado el mensaje, acabada la ceremonia, chocados los puños, Castillo y sus invitados se reunieron no en Palacio, como se acostumbra, sino en el Centro de Convenciones de Lima. Caldo verde y tamalitos chotanos de entrada, espesado de choclo de fondo y quesillo con miel de chancaca como postre, y luego la sobremesa, los saludos, los breves discursos y las felicitaciones de rigor que se prolongaron en ese ambiente distendido hasta después de las siete de la noche.

A esa hora, Castillo no sabía quién sería su primer ministro. Como hace 500 años, había caos, había desunión y había felipillos.

–Alturas y bajezas–

Evo Morales, un metro setenta y cinco, ayudó a desatar los nudos más elevados del telón. Cuando Castillo llegó a la Pampa de la Quinua, la mañana del 29, se dio con la incómoda sorpresa de que el escenario daba la espalda al público. Al pueblo, diría él. Pidió entonces quitar las telas rojas y blancas para que todos pudieran ver el estrado. La orden presidencial fue acatada.

Guido Bellido, un metro sesenta, habría querido ayudar también, pero prefirió mantenerse en su silla mirando al obelisco huamanguino. Él no debía figurar aún, debía parecer invisible. Casi ninguno de los invitados a esa ceremonia simbólica, y por supuesto casi nadie en Perú Libre, por no decir en el resto del país, sabía que minutos después, a 3.396 metros sobre el nivel del mar, Castillo le pondría la banda de primer ministro al cusqueño cuya foto de perfil en Twitter es un autorretrato borroso con dos fotos detrás: el rostro de Vladimir Lenin y el de su tocayo, Cerrón.

El 4 de abril, en la última encuesta permitida antes de la primera vuelta de las elecciones, Pedro Castillo tenía un escaso 7,9% de intención de voto, algunas décimas debajo de Rafael López Aliaga pero lejísimos –o sea, siete puntos porcentuales– de Yonhy Lescano. El domingo siguiente, Castillo pasó a la segunda vuelta.

Unos días después, en Cusco, Bellido dio una entrevista a Inka Visión como congresista electo, y resumió en una corta pregunta todo lo que está mal, y por lo cual ahora es investigado: “¿Qué tienes contra los senderistas?”.

Si el pase de Castillo a la segunda vuelta fue inesperado, la entrega del fajín a Bellido lo fue aún más. El gobierno del bicentenario es una interminable muñeca rusa.

–Todo tembló–

El tercero de esos larguísimos primeros días de gobierno comenzó con frío. No solo el que advirtió el Senamhi, sino el que se vivió en el Cuartel General del Ejército durante el desfile militar. Por un asunto de formas –y quizá también de fondo–, el presidente no llevaba en la mano el bastón de mando, tampoco la insignia en el pecho. Solo la banda y el sombrero.

Dos eventos sacudieron la inercia. El primero, un sismo de magnitud 6,1 que animó a Castillo a viajar a Piura, la zona del epicentro. El segundo, la juramentación de Pedro Francke y Aníbal Torres.

Todo eso puede suceder durante tres días en un mismo país.

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