Encerronas las hay en todo el planeta. Hasta hay mandatarios a los que, en un momento, les espantó la idea, como Donald Trump, Boris Johnson o Andrés Manuel López Obrador; pero acabaron convocándolas y acatándolas. Pero el nuestro, Martín Vizcarra, lo hizo desde temprano, con una dureza y un entusiasmo que nos abrumó.
Que la cuarentena fue durísima (hoy lo es menos), lo dice la Universidad de Oxford. Su escuela de gobierno elaboró un ‘stringency index’ (índice de rigor). A partir del 15 de marzo en que arrancamos, figuramos entre los más constreñidos del mundo. Con la economía apagada hasta el 40% mientras vecinos la tenían en alrededor de 60%, Perú fue el primer drástico de América y luego hemos sido igualados o superados, según las variables que mide Oxford, solo por Argentina, Guatemala, Surinam, Cuba, Kenya, Sudán, Irak y Nepal. Nuestro índice de ‘estringencia’ ha oscilado entre 94.4% y 89%.
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Si el palo era tan grande, la zanahoria no podía ser pequeñita. No fueron una sino dos las decisiones drásticas: la cuarentena severa y aprovechar la solidez macroeconómica para lanzar bonos y fondos para créditos, por montos que llegaron rápidamente a 12 puntos del PBI.
Pasaron las semanas y, con ellas, vinieron sucesivas, dolorosas prolongaciones de la cuarentena, anunciadas pocos días antes del deadline, tras consejos de ministros en los que los llamados “ministros de la producción” (Produce, Minagri, Minem, Mincetur) daban razones a favor de soltar amarras, mientras el Minsa, Mindef, Mininter, Midis, les tocaba dar la contraria. Vizcarra decidía con los últimos y, para no soportar solo la decisión final, llamaba en algunas ocasiones al Consejo de Estado (las cabezas de los otros poderes formales).
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Sin embargo, unas cifras que no se han caído como se podría esperar tras la frustración de la meseta inconquistable son las de la aprobación presidencial. Según Ipsos, desde inicios de la cuarentena hasta la semana pasada, esta ha bajado de 87% a 70%. Entre dramas tan sombríos, esos 17 puntos no parecen tanto. Sin embargo, la aprobación de las medidas del gobierno en relación al COVID-19 está en 42%, lo que quiere decir que una respetable mayoría sigue confiando en el capitán del barco, porque no le queda otra, aunque empieza a recelar de sus decisiones.
Fin de los aplausos
La encerrona y el apagón de la economía empezaron a mostrar impactos tan negativos que las compensaciones palidecieron ante el mal. Los aplausos rituales a las 8 p.m. se fueron difuminando. La noticia de Perú en el mundo tuvo un terrible doblez: de “mira qué severo y prevenido es el Perú”, pasó a ser “qué mal le va a pesar de que hace poco lo alabamos”.
Ahora, las cifras de las ayudas económicas a las que se acaba de sumar Arranca Perú, que es inversión en obras públicas, pero con acento en creación de empleos, llaman menos la atención que las cifras de la contracción del pasado abril respecto a abril del 2019, ¡que llegan al 40%!, con ominosa proyección del Banco Mundial de un decrecimiento de -12% este año. Martín ‘el estringente’ ahora enfrenta el dilema de anunciar antes del 30, prolongación de restricciones o más aperturas de negocios.
Ay mis hospitales
Entonces, hagamos la pregunta: ¿qué llevó a Vizcarra a tomar decisiones tan pero tan severas? A dar martillazos, como el mismo los llamó, saboreando el aumentativo. Pudo ser menos drástico, claro que sí, como la mayoría de países, menos severos y menos estragados en el índice de Oxford.
Conversando con fuentes palaciegas y ministeriales, podemos separar dos factores para explicar la severidad del presidente. Uno situacional; el otro, personal y más difícil de precisar. El factor situacional fue muy fuerte y evidente. Me cuentan mis fuentes que la percepción de que la precariedad del sistema de salud no resistía ni una mínima versión de la pandemia, tal como se estaba dando en China o Italia, fue muy fuerte en el presidente y en el Minsa.
Había viajado todo el 2019 visitando varios hospitales que funcionaban a medias, o cuya inauguración estaba trabada, y temía que todo colapsara ante la menor epidemia. Tenía en la cabeza cifras y hasta citas de una entrevista al médico Christian Salaroli, de Bérgamo, epicentro de la epidemia en Italia, que contaba cómo, saturadas las UCI, tenían que decidir a quién salvaban y a quien dejaban morir.
Por otro lado, cuando Vizcarra cerró el Congreso en octubre pasado y empezó el interregno con facultad de legislar con decretos de urgencia, apuró a la entonces ministra de Salud, Zulema Tomás, para promulgar la cobertura universal del SIS (Seguro Integral de Salud). O sea, las urgencias y precariedades de salud estaban en la cabeza presidencial antes de la pandemia.
Pero, aún así, parar la economía en seco es una decisión tan gruesa que uno se pregunta si lo hubieran hecho PPK, Alan, Humala o Toledo, y la respuesta sería un, probablemente sí, pero con menos ‘estringencia’. Ninguno de los citados ha pasado por semejante dilema entre la bolsa o la vida (la economía o la salud), pero su relación con los actores económicos era distinta a la de Vizcarra. Toledo, Alan y PPK, tenían buenas migas con el mundo empresarial pre Lava Jato. Humala dejaba que Nadine Heredia y el MEF decidieran.
Ni complot ni cariño
Pasamos, entonces, al factor personal. La comparación con sus predecesores nos dice algo: la relación del presidente con las cabezas de los sectores productivos no es íntima. El exgobernador de Moquegua ajeno a los poderes limeños, presidente no elegido y pos Lava Jato; es decir, resultado del descalabro de la confianza de en una forma de relacionarse entre la política y el empresariado, con gran aprobación luego del cierre del Congreso. Suma este cúmulo de razones para que no se le estrujara el corazón al apagar alrededor del 60% de la economía.
Tampoco tenía una ministra del MEF que le peleara lo contrario. María Antonieta Alva es una funcionaria pública sin background ni mayores roces previos con el sector privado. En las decisiones de la cuarentena ha estado alineada con el presidente.
Vizcarra no es un izquierda anti sistema ni mucho menos, aunque sí haya en su entorno figuras e ideas a la izquierda del centro. Él mismo fue empresario constructor en Moquegua. Se puede descartar que haya instrumentalizado la lucha contra el virus para ajustar cuentas con los poderes económicos. No hay complot, pero tampoco hay cariño. En el medio está el mismo cálculo que aplica cuando pelea con el Congreso: quien marca distancia con el poder económico, crece en aprobación.
El show semanal
De diario paso a interdiario y ahora es semanal. El ‘Aló Martín’, como se apodó a las conferencias rituales del mediodía, confirmaban a Vizcarra no solo como el más poderoso, sino como el único comunicador oficial en la pandemia. Nunca concentró tanto poder como en esas primeras semanas en las que todo parecía bajo control.
Con su audiencia cautiva, Vizcarra completó su media training presidencial. Deslizó impresiones personalísimas, habló de su familia, su vida y afanes, convocó, entretuvo, motivó y lanzó frases, como esa de “me distancio hoy para abrazarte mañana”, que dieron el espesor sentimental que faltaba a su presidencia accidental.
Pero, en estos tiempos veloces e inciertos, tras pocas semanas y demasiados muertos, tras tantísimas e insoportables heridas abiertas, pérdidas de empleo y quiebras, estrés y depresión; el show del mediodía se hizo más espaciado. Salvo los anuncios de decretos de urgencia, no había buenas noticias que dar, no había aliento para decir que todo seguía el curso proyectado. La prospectiva nos había jugado la peor pasada (además, de las trabas de siempre, a las que no escapa ni el presidente).
Martín Vizcarra aparecía de súbito (no se estableció una frecuencia de aparición, aunque siempre ha sido más cerca de la 1 p.m. que de las 12 del día) para contarnos un ajuste que revelaba un cambio de opinión. El training le servía para dar el giro, disimulando el fracaso de la política abandonada, o admitiendo, suelto de huesos, que en esta pandemia todo el mundo se equivoca y el gobierno no se acompleja por su dinámica de prueba y error. Mucho se ha anunciado y mucho se ha corregido también.
Pero el problema no está en la proactividad del ensayo/error, sino en las dudas que lo llevan a guardarse verdades ante quienes se jacta de ser transparente, en la desconfianza para abrir la cancha y compartir el juego con otros políticos y con el sector privado.
La personalidad de Martín Vizcarra no está reñida con lo esencial del liderazgo en crisis, que es tomar decisiones drásticas y ejecutarlas, corregirlas si es necesario; pero sí adolece de una profunda desconfianza que limita su capacidad de convocatoria, tan necesaria en este trance. Fíjense que suele convocar a cabezas de poderes y representantes de sectores empresariales a oírlos y contarles sus decisiones, pero difícilmente abre el juego del poder.
Ese es su límite y lo hemos conocido en varios mediodías, en especial, aquel viernes 22 de mayo, día 68 de la cuarentena, cuando anunció que esta se prolongaría hasta fines de junio. Titubeó, confundió, miraba nerviosamente su celular –buen dato de poder íntimo, el presidente se alimenta de mensajes del entorno y de sus seres queridos- y acabó subrayando el martillo y no la apertura gradual de la economía, que ya estaba decretada.
Cómo nos decepcionó ese día, pensando que los peruanos solo entienden mensajes represivos y no aquellos que apelen a la confianza y la responsabilidad individual. 100 días de cuarentena de los mil demonios es bastante para que un presidente madure en el poder, pero no suficiente para que un hombre cambie su personalidad.
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