Nadine y otras primeras damas con vocación de compartir poder
Nadine y otras primeras damas con vocación de compartir poder
Fernando Vivas

A Carlos Neuhaus (1926-2012) lo hechizaron. Mientras más mandonas y metiches, más las amaba/odiaba. Conversé con él a propósito de Anita Fernandini de Naranjo, designada por la Junta Militar como alcaldesa de Lima en 1963, hito relativo del arribo de la mujer a la escena pública, pues Anita era en exceso pía y conservadora. Neuhaus me arrobó con su erudición en lo que él llamaba ‘petit histoire’: la comidilla de cómo los poderosos compartieron revueltas y destierros, buen y mal gobierno, con sus mujeres.

Su favorita, por bruja, fue Francisca Zubiaga Bernales ‘La Mariscala’, esposa de Agustín Gamarra, quien, en el paroxismo de la guerra de caudillos, develó, a caballo y vestida de hombre, una de las tantas sublevaciones que mereció su marido. Cuando este se ausentaba para pelear en alguno de los frentes del Perú en trance, ella hacía de las suyas en Lima. Echó a disparos al vicepresidente Antonio Gutiérrez de la Fuente y envió matones a dar una paliza al periodista Juan Calorio. No se excedió más, porque murió muy joven, a los 31, un par de años luego de dejar marido y gobierno.
 
Ni malas ni tontas 
‘La Mariscala’ es un extremo épico y patético del poder de la mujer de un presidente. Se brincó todos los preceptos democráticos en una época que no estaba para mucho protocolo.

En el otro extremo, el de la autocontención, Juana Pérez, esposa de Felipe Salaverry (gobernó, a duras penas, entre 1835 y 1836), dejó para la historiografía del Perú republicano una dramática correspondencia donde le pregunta a su marido por sus batallas perdidas en provincias y le cuenta de las crisis que padece, paciente, en Lima. Se le lee sagaz pero reprimida. En una carta dramática, le dice al presidente, en testimonio de los dolores que acarrea el poder: “No hay animal más ingrato y desagradecido que el hombre, empezando por ti”. Felipe fue fusilado.

Más tiempo de pasiva compañía al lado del poder tuvo doña Francisca Diez Canseco, en los tres gobiernos de su esposo Ramón Castilla. No tuvo hijos con él pero adoptó a los varios que este tuvo fuera y durante su matrimonio. La historia pasó a su costado, como pasó a la mayoría de esposas en un país que tardó hasta 1955 en promulgar la ley del voto femenino.

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