Fernando Vivas

“Cuando la patria está en peligro, hay que volver a ponerse el sagrado uniforme y las botas”, me cuenta Vicente Romero que le dijo Alberto Otárola el 13 de enero pasado. “Me quebró y me convenció”, agrega. Se habían conocido en el gobierno de Ollanta Humala, cuando Romero era mando policial y Otárola, ministro de Defensa y jefe de Devida. Luego, Romero pasó a retiro y fue ministro del Interior de PPK. La propuesta de Otárola no le era, por lo tanto, nueva y menos seductora en estas circunstancias: El 9 de enero había ocurrido lo que la CIDH calificó, en condicional, como una masacre de cerca de una veintena de manifestantes en Juliaca. También murió un policía, calcinado en su auto, al que agitadores prendieron fuego. Al ministro Víctor Rojas Herrera se le pidió que renunciara para asumir el costo político de tanta desgracia. Romero recibió una papa caliente que se enfrió sola. Luego, le cayó otra: la escalada de la criminalidad con toque transnacional.

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