“Cuando la patria está en peligro, hay que volver a ponerse el sagrado uniforme y las botas”, me cuenta Vicente Romero que le dijo Alberto Otárola el 13 de enero pasado. “Me quebró y me convenció”, agrega. Se habían conocido en el gobierno de Ollanta Humala, cuando Romero era mando policial y Otárola, ministro de Defensa y jefe de Devida. Luego, Romero pasó a retiro y fue ministro del Interior de PPK. La propuesta de Otárola no le era, por lo tanto, nueva y menos seductora en estas circunstancias: El 9 de enero había ocurrido lo que la CIDH calificó, en condicional, como una masacre de cerca de una veintena de manifestantes en Juliaca. También murió un policía, calcinado en su auto, al que agitadores prendieron fuego. Al ministro Víctor Rojas Herrera se le pidió que renunciara para asumir el costo político de tanta desgracia. Romero recibió una papa caliente que se enfrió sola. Luego, le cayó otra: la escalada de la criminalidad con toque transnacional.
La evaluación de Alberto
Alberto Otárola ya se había confirmado desde enero como el principal soporte político y hasta emocional para Dina Boluarte. La relación entre ambos se volvió tan funcional que aprendieron a complementarse y respetar sus parcelas de poder. Alberto la apantalla pero a la vez la sirve y la cubre. Pero ninguna relación es perfecta. De ahí que, el martes pasado, en la conferencia de prensa con la que cerró la presentación trimestral de sus avances de gestión, cuando le preguntaron por la estabilidad del gabinete, Dina respondió: “Respecto a refrescar el gabinete, todos los ministros están en constante evaluación y eso incluye al premier”. Era uno de esos raros momentos en los que Dina recordó en público que es presidenta en su tierra y no remota. Quizá no fue una afirmación con cálculo político sino el inconsciente presionando a su ego de Chalhuanca y al honor de los Boluarte Zegarra, pues su hermano Nicanor está en entredicho, con varias denuncias periodísticas y una muy seria investigación en el Ministerio Público por colusión y tráfico de influencias.
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Una observación de cronista: no es una tensión Alberto-Nicanor la que provoca chirridos en el poder. Hay una natural, comprensible y hasta necesaria tensión Dina-Alberto. Ella sigue consejos de Nicanor y de otros, que le recomiendan acotar a su primer ministro y recordar –como en la conferencia de prensa aludida- su condición mortal. Según mis fuentes, hemos vivido semanas de puja entre ambos en torno a altas designaciones, la última de ellas, la del Mininter. Veamos el caso de dos viejos conocidos de Alberto que, por casualidad, ella aprobó y él reprobó. El lunes 13, cuando Boluarte estaba por partir a San Franscisco, Otárola fue a buscarla –según una fuente cercana a los sucesos- para convencerla de deshacer el nombramiento de Luis Herrera Romero como gerente de Essalud. Boluarte había autorizado a María Elena Aguilar, la presidenta de Essalud, a nombrar a este funcionario y tuvo que pedirle que se eche para atrás. Todo quedó registrado en sendas resoluciones.
Un lunes después, aunque sin documentos firmados, la historia se repitió con Mariano González. El ex ministro del Interior que se presentó a sí mismo como una suerte de caballo de Troya ante el gobierno de Pedro Castillo, fue propuesto por cuadros de la PNP a Boluarte. El secretario general del despacho presidencial, Enrique Vílchez, se entusiasmó con la propuesta y ayudó a convencer a Boluarte. González –lo sé de buena fuente- aceptó el reto. Sin embargo, el lunes no lo vimos jurar. Otárola no estuvo de acuerdo. ¿Qué hubo en común con el caso del frustrado gerente de Essalud? Que Herrera fue jefe del gabinete de asesores de González en el Mininter y los tres, Luis, Mariano y Alberto, fueron militantes del PSR (Partido Socialista Revolucionario) en su juventud ochentera. Muy probablemente, Alberto no confía en el perfil político de sus ex correligionarios y, en especial, en el de González, tras recordar cómo este se le plantó a Castillo.
Descartado González, había que improvisar un general en medio de la batalla. Lo más fácil era recurrir a un perfil similar al del caído Vicente: ex ministro policía o ex mando policial, para que sepa lidiar con la institución con más familiaridad que los ministros civiles de antaño. Esos civiles con muñeca política, ya han sido desechados por los últimos desesperados gobiernos que prefieren evitarlos y buscar ex uniformados con la ilusión de tener a la oficialidad incondicionalmente de su lado.
Le pregunté a Romero si él hizo algunas sugerencias para su reemplazo. Me contó que sí propuso nombres, en especial, el de su viceministro Héctor Loayza, pero no supo qué pasó con sus recomendaciones. El elegido, Víctor Torres Falcón, no estuvo entre sus propuestas, pero sí lo conoce. “Por casualidad, es de mi promoción, es un hombre inteligente, ha estado buen tiempo en Estados Unidos”, me dice. Y le mandó un mensaje: “Estoy dejando la mesa servida, todo está caminando, pronto habrá importantes resultados”. Romero también me contó que saludó y deseó éxitos al Gral. PNP en retiro, Miguel Lostaunau, cuando trascendió que estaba en el bolo. Lostaunau es actualmente el director de seguridad ciudadana del Mininter. No sabe porqué fue desembarcado y se prefirió a Torres. Tampoco conozco la razón de ese giro, aunque se puede intuir que prefirieron a alguien ajeno al staff de quien acababa de ser censurado.
La que se viene
Aunque Romero insiste en que los actos principales de su gestión han estado bajo un paraguas de planificación, la realidad lo contradice. La declaración del estado de emergencia en San Juan de Lurigancho, San Martín de Porres y algunos distritos de Sullana, la hizo Dina Boluarte el 18 de setiembre desde Nueva York. 60 días después –esta vez en silencio- Dina renovó la emergencia desde San Francisco. La percepción de que se trataba de una medida focalizada, efectista, provisional y que cubriera el vacío de liderazgo presidencial, se instaló en los críticos del gobierno. El juego de palabras que, por responder con chispa a la prensa, hizo Otárola entre ‘Plan Bukele’ y ‘Plan Boluarte’, agravó la sensación de improvisación. Ni qué decir de la norma que eleva las penas por robo de celulares (hasta 20 años con lesiones graves), que raya en el populismo de la inseguridad.
También hubo, en buena hora, noticias de bandas desarticuladas (hay tanto en la PNP como en el Ministerio Público, una distinción entre bandas y organizaciones criminales, que nos deja sin herramientas óptimas de combate contra las primeras y más numerosas). Romero también anunció el fortalecimiento de comandos de élite contra los delitos más sofisticados y feroces, como el sicariato y la extorsión. Al revés, se desgastó en bregar por su proyecto de ‘policía de orden y seguridad’, que no hubiera contribuido a esta crisis pues sus resultados se verían a partir de dos años, y que fue archivado por el Congreso, en claro gesto opositor pre censura.
Daba la impresión de que Romero se defendía solo ante sus censores. La presidenta y el primer ministro se preocupaban de la correlación de fuerzas en el Congreso, más en función de sus permisos de viaje que de la censura a su ministro del Interior. En plena crisis de inseguridad, la desidia con que se dejó rodar la cabeza de Romero y la improvisación con la que se designó a Torres Falcón, merecen una alerta roja. Al menos, en la reciente presentación del presupuesto de la república en el Congreso, se está asignando S/. 6.025 millones. Que se gasten bien.