(Ilustración: Giovanni Tazza / El Comercio)
(Ilustración: Giovanni Tazza / El Comercio)
Fernando Vivas

La corrupción, la ineficiencia, la cópula entre ambas y la necesidad de controlarlas son más viejas que la herencia colonial. Es legado inca. El Tahuantinsuyo ya cobraba impuestos a sus súbditos y las cuentas debían cuadrar. Por eso, los quipucamayoc, que las llevaban, fueron objeto de crímenes y vendettas según cuentan los cronistas.

Los españoles trajeron un nuevo aparato recaudador, más sofisticado que el inca; y también su propia forma de vigilancia, una junta de hacienda que llevaba las cuentas que le enviaban las cajas reales dispersas por el vasto territorio virreinal. Los visitadores, como el célebre José Antonio de Areche, además de encarnar la mano represora de la corona, contribuían al control.

Pero a España le costó mucho imponer orden y control sobre conquistadores con sed de cobrar botín sin tributar a un imperio lejano. Recién en 1605 se fundó el Tribunal de Cuentas, cuyo nombre y funciones básicas subsistieron hasta el siglo XX. La burocracia acabó por imponerse con sus leyes y sus trampas, y esa herencia que nos empapela al hacer obra y al deshacer entuertos sí nos pesa hasta hoy.

—Fin de la anarquía—
Si en la Colonia se llegó a un precario equilibrio fiscal, cobrando abusivamente a la población indígena para aliviar la presión sobre criollos y españoles; lo que siguió a la independencia fue una nueva anarquía. Los caudillos financiaban sus revueltas, comprando armas a socios y amigos, y desbaratando en el intento los esfuerzos de los primeros ministros de Hacienda (hoy Economía) por armar un presupuesto nacional equilibrado y explicarlo en el Congreso.

San Martín convirtió el tribunal virreinal en una débil Contaduría Mayor de Cuentas y Bolívar la rebautizó Contaduría Mayor Provincial y la trasladó a Trujillo. Recién en 1840 se restablece el Tribunal de Cuentas y se consagra la obligación de informar al Congreso. Ramón Castilla auspició las primeras efectivas medidas de control a inicios del ‘boom’ del guano. La recaudación y las obras crecieron exponencialmente y, como cuenta Alfonso Quiroz en su monumental “Historia de la corrupción en el Perú”, mucho se malversó al indemnizar a esclavistas y pagar deuda interna en base a dudosos documentos y testimonios de los acreedores.

En medio de esos primeros episodios de gobierno en alza, el ministro de Hacienda, Manuel del Río, presentó en 1846 el primer presupuesto nacional merecedor de tal nombre. Por cierto, el mismo Del Río, en 1849, marcó el inicio de otra costumbre republicana: fue el primer ministro censurado (ver “Te censuro por quítame esta paja”, El Comercio, 28/5/17). Pocos años después, la Guerra con Chile trajo otro descalabro y otro período de anarquía en el manejo de las cuentas.

Sucesivos gobiernos de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX hicieron ajustes al tribunal, mientras crecía el aparato del Estado y sus carteras. Leguía hizo eco de la creación, en 1921, del Comptroller General of the United States, un organismo que hacía estudios previos y control concurrente del gasto y movimientos financieros del Estado. Tomen nota: los principios esenciales del control versus el caos estatal ya estaban planteados 100 años atrás y se recogieron el 26 de setiembre de 1929, cuando se creó en el Perú la .

Leguía, cuando fue juzgado y enviado a prisión (de la que solo salió días antes de morir hospitalizado en 1932), dijo en su defensa que había creado la CGR como un mecanismo de eficiencia y transparencia. Pocos repararían en la trascendencia de ese argumento. El poder estaba muy ocupado en otra forma de control (el político) y en otras formas de cuadrar (más bien ajustar) cuentas.

—Más que un presidente—
El primer encargado de la CGR, Ricardo Madueño, no tuvo mucho que controlar, pues el crack del 29 le dejó arcas vacías y gastos suspendidos. Sin embargo, el gobierno de Sánchez Cerro bregó por una rápida recuperación e invitó al gurú Edwin Kemmerer, quien paseó por América Latina recomendando presupuestos balanceados.

La Constitución de 1933 incorporó a la CGR en su texto y el segundo contralor, Manuel Tirado, implementó las recomendaciones de Kemmerer para atender el incremento de obras durante el gobierno de Benavides.

César Salazar Souza Ferreira fue el contralor más longevo (de 1954 a 1970) y ello lo empujó a presionar al poder en busca de mayor autonomía para su institución. Sin embargo, ni el gobierno ni la oposición tenaz del Apra y el odriismo que dominaban el Congreso –Salazar pudo ser un Alarcón alineado con el bando opositor, presionado por el oficialismo e investigado por la prensa– lo pusieron en el candelero. La dictadura militar terminó con su estabilidad y lo reemplazó por un general.

Al retornar Belaunde, le dio el encargo a un acciopopulista ilustre. Miguel Ángel Cussianovich fue ministro de Trabajo en 1964 y, por criticar públicamente al ministro velasquista Jorge Fernández Maldonado, fue perseguido y sentenciado mientras estaba exiliado en Costa Rica. Nombrado contralor, defendió sus fueros e hizo aportes críticos ante el escándalo Guvarte, cuando se sobrevaloró un contrato con una firma española para construir penales.

Tras su mandato legal de siete años, Cussianovich fue reemplazado por la ex fiscal Luz Áurea Sáenz, quien terminó el gobierno aprista bajo la sospecha de haber sido mediatizada por aquel. Fujimori no dejó que Sáenz concluyera su período. Unos días después del golpe del 92, la cesó de un plumazo. Y unas semanas antes, el ministro de Economía, Carlos Boloña, la había acusado de boicotear el régimen en contubernio con los apristas. Sáenz, quizá a sabiendas de que tenía los meses contados, había denunciado a la Southern, a la Sunat y a los responsables de la paralización del proyecto Chavimochic, en el que, coincidencias históricas, se dan cita dos actores de moda, Odebrecht y Graña y Montero.

Los tres contralores del fujimorismo, María Herminia Drago, Víctor Caso Lay y Carmen Higaonna, fueron comprendidos en investigaciones congresales que fustigaron sus gestiones y hasta los acusaron de haber estado infiltrados por el SIN.

Genaro Matute, el primer contralor pos-Fujimori, tuvo algunas tensiones al objetar el proyecto de la Interoceánica Sur que nos remece hasta hoy. Su objeción se salvó con una ley y, luego, no fue tan severo con las adendas. De todos modos, quedan comentarios críticos de la CGR a las etapas previas de ese caso emblemático.

El sucesor de Matute, Fuad Khoury, fue nombrado luego de un intenso baloteo de candidatos del Ejecutivo en manos del Congreso. En su gestión se amplió y actualizó la CGR, aunque no se haya destacado por prevenir, analizar y sancionar con contundencia el carnaval de contratos ambiguos, adendas, arbitrajes ad hoc y otras trampas que se repiten en los casos que componen el Lava Jato nacional.

fue propuesto por el humalismo y aceptado por la oposición en junio del 2016, sin mucho trámite. Había sido vicecontralor y encargado de la CGR y esa era una buena razón práctica e institucional para evitar el baloteo de candidatos que los llevó a elegir a Khoury años atrás. Alarcón entró con desenfado, haciendo visible su voluntad de sorprender con acciones preventivas. Su vocación de control fue opacada por las acusaciones de haber incurrido en supuestas actividades lucrativas, presiones a subalternos y favorecimiento a otros, cuando el reglamento de la institución se lo impedía. Tremenda ironía en 88 años de contraloría: cuando más visible, empoderada y preventiva la institución, más cuestionada su cabeza.

Siga la numeración, saque sus cuentas y encontrará la cronología completa de los 19 contralores, tal como los reseña el libro “La Contraloría cuenta su historia” (CGR, Lima, 2013 ). (Imagen: Giovanni Tazza / El Comercio)
Siga la numeración, saque sus cuentas y encontrará la cronología completa de los 19 contralores, tal como los reseña el libro “La Contraloría cuenta su historia” (CGR, Lima, 2013 ). (Imagen: Giovanni Tazza / El Comercio)