Dos hombres, en posición de firmes, vigilan la carpa de Mark Vito Villanella, mientras al frente, sentadas en una banca de madera, diez mujeres, todas fujimoristas, se abrigan hasta el cuello con frazadas atigradas y polares. Unas recuestan sus cabezas sobre la pared, otras toman prestados los hombros de sus compañeras para descansar.
“El señor Mark no dará declaraciones. Va a dormir, está cansado”, dice áspero uno ellos, que lleva una casaca naranja con la inscripción “Komando Chino”. “Somos militares que trabajamos con el ingeniero, pero no puedo dar más detalles”, aclara.
Son las 10:15 p.m. del último jueves, en las afueras del penal de máxima seguridad Anexo Mujeres de Chorrillos, donde Keiko Fujimori está recluida desde el 1 de noviembre del 2018.
La noche del miércoles, Villanella tomó por asalto este espacio, ubicado en una esquina de la avenida Huaylas, para hacer una vigilia en protesta por el tiempo que su esposa lleva presa. Pero luego se declaró en huelga de hambre motivado, confiesa, por el reclamo diario de sus dos hijas: “Papá, haz algo, qué haces aquí en la casa”.
Compró dos carpas, botellas de agua y un baño portátil. Los simpatizantes fujimoristas se encargaron de lo demás: izar banderas naranjas con los rostros de Keiko Fujimori y su padre Alberto Fujimori, colocar en una mesa el cuadro de Jesús y ponerle en el pecho una estampita de Santa Rosa de Lima y un adhesivo en el que se lee: “Basta de abusos. Keiko libertad”.
Mientras Mark duerme, Graciela Fuentes, una de las tantas fujimoristas, me pregunta: “¿Usted sabe gracias a quién tiene ese celular?”. Y ella misma responde: “Al ingeniero Fujimori. Fue el único que tuvo los pantalones para vencer el terrorismo. Mis padres son ayacuchanos. Él les devolvió la paz. Reconstruyó un país quebrado, llegó la tecnología con él. Lo que están haciendo con su hija es una venganza, ella no ha sido gobierno”. Ha venido desde Ica, dice, solo para acompañar al esposo de Keiko.
“¡Fuera, fujirratas!”, grita alguien desde un auto. Nadie reacciona. Parecen estar acostumbrados a los insultos. Karina Beteta y Cecilia Chacón acaban de retirarse por separado, luego de tomarse fotografías con los simpatizantes, y quien ha llegado es la excongresista Martha Moyano.
A las 2 a.m. algunas mujeres se van a sus casas, otras duermen en la carpa que colinda con la de Mark. “Keiko es la persona más democrática. Lo de obstruccionista es un cliché. Yo la apoyo en agradecimiento a lo que hizo su padre. Tengo sobrinos que murieron por el terrorismo”, dice una de ellas cuando parte a su casa de San Borja. Prefiere no dar su nombre y asegura que regresará.
“¡Vayan a dormir, carajo! ¿Cuánto les han pagado?”, vocifera un chofer. A las 5:30 a.m., el evangelista Nelson Humareda les pide a los 15 simpatizantes, que empiezan a estirarse por la mala noche, ponerse de pie para orar. “Keiko está pasando esto porque su padre no se arrepiente del daño que ha cometido. Todo se arrastra en la vida”, comenta luego.
El ruido de los microbuses despierta a Mark. Nos invita a pasar a su carpa. “Hoy sí he podido dormir”, dice. Recién a esa hora llegan unas colchonetas.
“Mis papás están preocupados por mi salud, pero le dije a mi papá: ‘Qué harías por mamá’, y ahí me entendió”, cuenta, mientras bebe un sorbo de agua. Se quiebra cuando rememora las palabras de sus hijas, que están al cuidado de su tía Sachie. “El 29 de noviembre es cumpleaños de Kiara y me ha dicho: ‘Papá, mi único deseo es tener a mamá a mi lado’”. Hoy las dos niñas visitarán a su madre en el penal y a su papá en la carpa.
El martes 19, el pleno del Tribunal Constitucional evaluará el hábeas corpus que busca la libertad de Keiko. “Pongo mis manos y mi cuerpo al fuego por ella. Ella también puede reconocer que pudo haber errores”, dice. “¡Anda trabaja!”, le gritan desde un carro. Nos aclara que está de vacaciones.
Mark no quiere que sus hijas sean políticas como su esposa. “Les estoy planteando ideas, prefiero que sean doctoras. Política es mucho costo, mucho sacrificio”, se ríe. Él más que nadie lo sabe.