Que se tenga que recurrir a la disolución del Congreso de la República no debería ser motivo de regocijo. En cualquier circunstancia, la utilización de esta figura supone un evento traumático con efectos difíciles de prever en el largo plazo.
En el caso concreto de la decisión del presidente Vizcarra, la situación se agrava por el hecho de que los argumentos jurídicos que la sustentaron son –a parecer de la mayoría de expertos– cuando menos bastante cuestionables. No vamos aquí a profundizar sobre la naturaleza jurídica de esta novedosa construcción llamada “denegatoria fáctica de la confianza”, pero ciertamente consideramos que su aplicación obliga a un sano escepticismo. Más aún, como se desprende de la entrevista concedida por el jefe del Estado a este Diario el último domingo, si ‘en los hechos’ la motivación de su determinación parece haber residido en el archivamiento del proyecto de adelanto de elecciones por el Congreso.
Una medida de tamaña trascendencia, pensamos, debiera ser inobjetable o cuasi impenetrable en cuanto a su fundamentación antes de ser adoptada, y si alcanzar ese grado de certidumbre no era posible lo responsable y democrático hubiera sido que el presidente recurriera al Tribunal Constitucional (TC) antes de disponer la disolución de un poder del Estado.
Un camino, cabe agregar, que tampoco fue considerado por la torpe mayoría parlamentaria al pretender suspender a Vizcarra ni por los protagonistas de la juramentación a Mercedes Araoz como presidenta encargada. Situaciones alejadas de cualquier atisbo de constitucionalidad que solo contribuyeron a exacerbar el clima de incertidumbre que vivió el país hace una semana.
Si bien es lamentable que la vía institucional no haya sido la elegida por ninguno de los poderes en conflicto cuando más lo demandaba la coyuntura, es un pequeño consuelo ver que tanto el presidente Vizcarra como la Comisión Permanente reconocen en el TC la instancia en la que sus diferencias deberán ser finalmente dirimidas.
El rol del TC es en este contexto vital para poner fin en el más corto plazo a la crisis que ha enfrentado al Legislativo y al Ejecutivo. Sus miembros deberán pronunciarse sobre la elección del abogado Gonzalo Ortiz de Zevallos como parte del colegiado y sobre la contienda competencial mediante la cual la Comisión Permanente busca que se declare inconstitucional la disolución del Congreso. En lo que respecta a esta última controversia, sería saludable que el TC se pronuncie sobre el fondo del asunto. Negar a la Comisión Permanente capacidad para plantear la demanda competencial parece un exceso formalista en medio de una disolución del Congreso que se sostiene más en el fondo que en la forma.
Con esta responsabilidad en sus manos, la conducta de los integrantes del TC debe ser intachable. Sorprenden en ese sentido las recientes declaraciones otorgadas por distintos magistrados a los medios de comunicación respecto de estos asuntos. Es necesario preservar la legitimidad del TC. Los miembros del TC deberían ser los primeros en entenderlo.