Es largo el historial peruano y latinoamericano de gobernantes que han sufrido –y sufren– el mareo pasajero o prolongado de pretender estar, sin límites, por sobre los demás.
Unos se declaran demócratas, pero gustan del ejercicio del poder apoyado en el pico de la popularidad. Otros lo hacen, autocráticamente o dictatorialmente, sostenidos en la punta de un fusil.
Para los primeros, sus límites formales son la Constitución, las leyes, el balance de poderes, el ejercicio de la ponderación y la tolerancia, hasta que en la realidad todo ello choca con el estándar de su popularidad.
Para los segundos, que se hicieron del poder por la fuerza o cambiaron las reglas democráticas, sus límites se mueven en una delgada línea gris u oscura entre el compulsivo sostén plebiscitario que busca periódicamente como oxígeno y la estructura militar-policial ad hoc a sus fines.
Este síndrome de mareo autoritario, y a veces despótico, puede ser pasajero y tener una cura eficaz, o ser irreversible. Quienes delegamos poder a través del voto nunca sabremos qué designios buenos o malos, altruistas o perversos se incuban en los casilleros mentales de los que resultan elegidos. Unos serán demócratas de comienzo a fin. Otros, demócratas solo al comienzo y autócratas hasta el final.
A la luz de este síndrome, no creo que Martín Vizcarra quiera malgastar su poder presidencial democrático. Su mandato no termina en cuatro meses como para andar corriendo detrás de confrontaciones populistas y de una espada de Damocles sobre la cabeza del Ministerio Público y del Congreso. Tiene por delante un poco más de dos años y medio de gobierno del que el país espera mucho más que la trifulca cotidiana de una política judicializada y de una justicia politizada. Espera resultados de gobernabilidad que nos den no solo un magro crecimiento económico del 3%, sino otro, más elevado, que nos permita generar empleo y reducir la pobreza.
Claro que nuestra salud institucional merece un tratamiento urgente, pero no a la guerra entre el bando de aquí y el bando de allá, como si esa salud institucional, tan vital para el desarrollo peruano, dependiera de la desaparición del fujimorismo o del antifujimorismo.
Vizcarra no está para alentar el espectáculo cotidiano de circo romano que le pide alzar o bajar el dedo pulgar en los duelos políticos del Twitter. Él está para ponerse por encima de las diferencias y tensiones propias de la política. Está para propiciar espacios de encuentro y no de desencuentro. Está para darle al país el sentido de futuro que no tiene. Repito: México, Chile y Colombia ya están en la élite desarrollista de la OCDE. ¿Y nosotros?
Quítese el síndrome del mareo autoritario de encima, señor presidente, si es que lo sufre. No repita experiencias pasadas nefastas. La propia Keiko Fujimori tiró por la borda su poder parlamentario, como Kuczynski su poder presidencial, por hipotecarlo a la confrontación.
Sea el jefe del Estado con el cual podamos llegar en paz, libertad y bienestar al 2021, año del bicentenario.