Hemos ingresado en una etapa de aparente paz política. Para nadie es un secreto a estas alturas que existe un tácito pacto de no agresión entre el gobierno de Dina Boluarte y el Congreso.
Hemos ingresado en una etapa de aparente paz política. Para nadie es un secreto a estas alturas que existe un tácito pacto de no agresión entre el gobierno de Dina Boluarte y el Congreso.
Héctor Villalobos

El hartazgo hacia la política y los políticos ha devenido en apatía. Hemos transitado los últimos 15 años entre el fuego cruzado de sucesivos Congresos y Ejecutivos. En el medio, ciudadanos polarizados que tomaban partido por uno u otro bando llevaban la bronca política al entorno familiar y amical. Nuestra historia reciente podría resumirse en un ida y vuelta entre presidentes que pechaban Parlamentos y legisladores que contraatacaban con censuras y vacancias. Los mecanismos de control político fueron convertidos en armas para destruir al enemigo.

De pronto, inesperadamente, luego de unos meses turbulentos y un pantomímico intento de adelanto de elecciones , hemos ingresado en una etapa de aparente paz política. Para nadie es un secreto a estas alturas que existe un tácito pacto de no agresión entre el gobierno de Dina Boluarte y el Congreso. Dos poderes del Estado tradicionalmente enfrentados hoy están unidos, no necesariamente por el bienestar del país, sino por un mismo objetivo común: mantenerse en sus puestos hasta el aún lejano 2026.

El instinto de sobrevivencia del Gobierno y del Congreso los ha llevado a abdicar casi totalmente del principio de balance de poderes. El Legislativo hace lo que le da la gana, el Ejecutivo solo asiente. Salvo por una que otra eventual interpelación, la fiscalización parlamentaria casi ni se siente. La calle, aburrida, prefiere dedicarse a resolver sus propios problemas. La indignación aletargada facilita la subsistencia impune de ‘mochasueldos’ y otros especímenes.

Ningún peruano con sentido común, salvo aquellos con agendas turbias o intereses subalternos, debe sentir nostalgia de la vorágine política pasada. Una estabilidad frágil siempre será mejor que una crisis eterna. Pero este matrimonio por conveniencia, esta engañosa concordia, puede también tener consecuencias negativas a corto plazo. La alianza del “yo no te observo” con el “yo no te fiscalizo” ha quedado plasmada en algunos ejemplos recientes.

Hace poco el Congreso aprobó una ley que reduce los plazos de suspensión de la prescripción de delitos, la misma que según diversos expertos e instituciones beneficiará a investigados en casos emblemáticos como ‘Los Cuellos Blancos’ o ‘Lava Jato’. La norma no solo no fue observada por el Ejecutivo sino que incluso fue respaldada. Cuando se le consultó al respecto al ministro de Justicia, Daniel Maurate, este defendió “la buena fe” del Congreso al aprobarla.

Peor fue lo que ocurrió con la ley que permite al Legislativo nombrar a sus propios procuradores. Pese a que el propio Ministerio de Justicia había emitido un informe en el que advertía de los riesgos y expresaba su “absoluta oposición” a la propuesta aprobada en el Parlamento, el Ejecutivo la promulgó tal cual, sin observar ni una coma. Al renunciar a ejercer el contrapeso correspondiente, el Gobierno otorga carta libre al Congreso para elegir a su procurador y aplicar criterios de selección tan similares como los que tuvo para elegir a Josué Gutiérrez como defensor del Pueblo.

El futuro de este pacto de no agresión es incierto. Puede prolongarse hasta el 2026, como es el objetivo de las dos partes, o puede tener un final abrupto. Entre los factores que podrían quebrar esta primavera entre poderes están los cambios que habrá en julio en el Congreso. Un ‘Niño’ empoderado en la Mesa Directiva, con el respaldo incondicional de las bancadas que siempre apañaron a Pedro Castillo será un dolor de cabeza constante para el Gobierno. Los últimos desaciertos que ha tenido la derecha parlamentaria y su preocupante incapacidad para tomar buenas decisiones hacen presagiar que este escenario es posible.

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