"Hernando de Soto anunciaría hoy un “pacto de gobernabilidad” en ese sentido. Fernando Cillóniz tiene un planteamiento similar. Forsyth ha puesto la reforma del Estado como su principal objetivo. Y así. Están dadas las condiciones para una gran coalición". (Ilustración: El Comercio)
"Hernando de Soto anunciaría hoy un “pacto de gobernabilidad” en ese sentido. Fernando Cillóniz tiene un planteamiento similar. Forsyth ha puesto la reforma del Estado como su principal objetivo. Y así. Están dadas las condiciones para una gran coalición". (Ilustración: El Comercio)
Jaime de Althaus

Cuando los partidos de izquierda y centroizquierda opositores a se juntaron en la Concertación, que ganó la elección de 1990, tuvieron la madurez política de continuar con el modelo económico heredado de la dictadura por la sencilla razón de que funcionaba: crecía de manera sostenida a tasas altas sin déficit ni inflación, mientras el Perú, que había optado por el modelo opuesto desde Velasco, se hundía en una crisis económica de dos décadas. Con la Concertación, Chile creció aún más, redujo la pobreza del 40% al 8% y sobrepasó largamente al Perú y a otros países.

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¿Qué pasó? El acuerdo de la Concertación por mantener el modelo fue pragmático (y acaso vergonzante), pero no ideológico ni comprometido. Sus dirigentes no defendieron el modelo en el debate político y más bien lo socavaron cultivando el discurso de la desigualdad que se terminó expresando en las reformas tributarias y laborales del segundo gobierno de Bachelet, que frenaron la inversión y estancaron el crecimiento. De esa manera se estancaron también los ingresos de la creciente clase media que, por ejemplo, se había endeudado para pagar una universidad pública que –cierto es– no era gratuita.

Pese a que el gasto social es en Chile el más alto de AL, los símbolos de abuso y desigualdad fueron magnificados en el relato antimodelo sin que hubiera respuesta ideológica ni siquiera de la derecha. La izquierda ganó la batalla cultural por ‘walkover’.

Si en su nueva Constitución los chilenos recortan la libertad económica a favor de una mayor intervención del Estado, habrán cometido el suicidio colectivo del siglo. Un triunfo pavoroso de la posverdad.

¿Tendrá eso impacto en las elecciones peruanas? Sin duda, reforzará la posición de las izquierdas que pondrán a Chile como ejemplo para cambiar la Constitución. Pero el Perú está décadas atrás de Chile. Allá se empoderó una clase media formal, apretada justamente por las obligaciones de la formalidad.

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Aquí tenemos una clase media emergente informal, excluida del sistema formal. Lo que ha devuelto a parte de ella a la pobreza ha sido el draconiano cierre de la economía; no el mercado, sino la falta de mercado. Y lo que requiere para levantarse es restaurar una libertad económica que ya venía siendo asfixiada en los últimos 10 años. Necesita que se profundice el modelo.

Por eso, lo que precisa el Perú no es una nueva Constitución, sino un pacto social y político que permita resolver los dos problemas que impiden que el modelo dé todos sus frutos y que no permitieron dar una respuesta efectiva a la pandemia: la informalidad y la calidad de los servicios públicos, empezando por la salud. Es decir, la inclusión de los peruanos en el Estado legal y en el Estado social. La reforma de la formalidad y del Estado, que van de la mano. No podremos mejorar los servicios de salud, por ejemplo, si no hay un nuevo pacto laboral y gerencial.

Hernando de Soto anunciaría hoy un “pacto de gobernabilidad” en ese sentido. Fernando Cillóniz tiene un planteamiento similar. Forsyth ha puesto la reforma del Estado como su principal objetivo. Y así. Están dadas las condiciones para una gran coalición.

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