No existe constitucionalmente la posibilidad de que el presidente interprete que se ha producido una “denegación fáctica” de la confianza solicitada. (Foto: Congreso)
No existe constitucionalmente la posibilidad de que el presidente interprete que se ha producido una “denegación fáctica” de la confianza solicitada. (Foto: Congreso)
/ Carla Pat
Jaime de Althaus

Es asombroso constatar cómo las convicciones democráticas y constitucionales se ‘adecúan’ a las conveniencias políticas del momento. Políticos, periodistas y hasta constitucionalistas que creíamos firmes defensores del orden constitucional, de pronto encuentran toda clase de razones para justificar o constitucionalizar una medida dictatorial, cuando ella favorece a sus posiciones, intereses o, en algunos casos, fobias políticas. Esa es la tesis del excelente libro de Eduardo Dargent, “Demócratas precarios”, que se cumple en la coyuntura actual como en un laboratorio perfecto.

Entonces se pasa a decir que esto no es un golpe de Estado porque no han sido intervenidas otras instituciones ni la prensa. Pero un golpe no se define por la cantidad de instituciones intervenidas, sino por la quiebra del orden constitucional basado en la separación de poderes. Se ha suprimido inconstitucionalmente un poder fundamental del Estado, sin el que no existe democracia liberal y representativa. Si la disolución hubiese sido constitucional, este interregno de cinco o seis meses en el que se gobierna mediante decretos de urgencia habría sido una “dictadura legal”. Pero al haberse tratado de un golpe al Congreso, estamos ante una dictadura a secas.

No existe constitucionalmente la posibilidad de que el presidente interprete que se ha producido una “denegación fáctica” de la confianza solicitada. La denegación tiene que ser explícita, expresada en una votación. No cabe la subjetividad. De lo contrario, le sería muy fácil a cualquier gobernante crear las condiciones para cerrar el Congreso. Y, por lo demás, la votación se produjo ¡dando confianza!, pese a que tampoco se podía plantear cuestión de confianza por un proyecto de ley referido a atribuciones exclusivas del Congreso. Eso lo señala claramente el Tribunal Constitucional cuando establece que solo se puede plantear cuestión de confianza “en los asuntos que la gestión del Ejecutivo demande” (fundamentos 75 y 76 de la sentencia 00006-2018).

Por eso mismo, menos aún tiene asidero el argumento de que la cuestión de confianza debió debatirse y votarse antes de la elección de Gonzalo Ortiz de Zevallos. Por supuesto que hubiese sido mejor que así fuese, por el bien de la misma elección, pero no había obligación constitucional alguna de hacerlo en ese momento no solo porque no era pertinente, sino porque según el art. 86 de la ley del Congreso una cuestión de confianza se debate el mismo día o el día siguiente de presentada. Y ni siquiera establece cuándo la vota.

En el fondo, lo que se ha querido y logrado con el golpe es precisamente impedir la renovación del TC por la sencilla razón de que el gobierno y sus aliados perdían la mayoría en él. Por eso maliciosamente acusaron a los otros de querer “copar” para asegurar impunidad, como si juristas probos y muy calificados como Gonzalo Ortiz de Zevallos o Manuel Sánchez Palacios o Carlos Hakansson o Milagros Campos o Hugo Sivina o Delia Muñoz o Ernesto Álvarez pudiesen ser cómplices de delincuentes. El Congreso quería cambiar la correlación en el TC, es cierto, y es legítimo. Tenía todo el derecho a hacerlo, a darle su propia orientación, de la misma manera como el Congreso de Humala lo “copó” con 4 izquierdistas. Esas son las reglas de la democracia. Pero algunos parece que las han olvidado.