Redacción EC

Nuestra posición acerca de la asociación entre los grupos Epensa y El Comercio (GEC) está resumida en los dos editoriales que hemos publicado sobre el tema (“Su derecho a elegir”, del 24/10/2013, y “Acá le dejamos la respuesta, señor presidente”, del domingo pasado). A ellos nos atenemos.
 
No obstante lo anterior, creemos que vale la pena dedicarle unas líneas a la manera como el asunto ha ido evolucionando desde que volvió a ser puesto en el tapete hace dos semanas. Y es que pensamos que esta evolución es de lo más elocuente a la hora de mostrar los peligros a los que la libertad de prensa está siendo expuesta en el país.
 
Como se recordará, quien primero recolocó el asunto en el candelero fue Mario Vargas Llosa, en una entrevista concedida a “La República”. Ahí, el premio Nobel dijo creer en la necesidad de poner “un límite a la concentración de medios” porque “constituye un peligro para la democracia”; aunque, al mismo tiempo, precisó, en aparente contradicción, lo siguiente: “Desde luego, no hay que aceptar la idea de una legislación específica sobre la prensa”. Esa misma noche el presidente recogió la pelota y la llevó un poco más allá de donde Vargas Llosa había parecido querer dejarla: “No es ilegal –dijo sobre la asociación de Epensa con el GEC–. Ahorita no es ilegal”. Luego, unos días más tarde, pateó la bola todavía unos metros más lejos: “Este tema debe ir al Congreso” (es decir: a donde se hacen las leyes). La invitación a que cualquier congresista se animase con el proyecto de ley correspondiente era evidente. “El Ejecutivo no está preparando ningún proyecto de ley sobre la materia” agregó a lo dicho por el presidente, como para confirmar esta propuesta, su ministro de Justicia.
 
La invitación fue recogida con celeridad. El congresista Manuel Dammert hizo saber que él estaba preparando un proyecto de ley. Y pocos días después, como quien toma la oportunidad, apareció entonces el ex primer ministro y cabeza de un partido Salomón Lerner a sostener –en medio, es cierto, de un lenguaje lleno de contradicciones– que se debe “regular la información”. Y luego vino la CGTP para, haciendo eco de una frase con mucho éxito en ciertos países de nuestra región, pedir la “democratización de los medios”.
 
Fue así, en fin, como llegamos a una situación en la que en el Perú han vuelto a ponerse en cuestión temas como el de la regulación de contenidos, que, luego de todos nuestros escarmientos con dictaduras (abiertas y disfrazadas), parecían ya finalmente desterrados de nuestra historia.
 
Hasta ahora no se ha podido saber lo que piensa Mario Vargas Llosa del lugar al que han ido a terminar sus palabras, pero sí parece que no se trata de un lugar que él pueda controlar. El diablo está ya afuera de la botella. Y lo está de una forma tan evidente que hasta representantes periodísticos de quienes quitaron el corcho han advertido de los peligros del giro que va tomando la situación. Incluso el Consejo de la Prensa Peruana, en el que están representados todos los grupos editoriales involucrados en este tema, acaba de adoptar una decisión unánime para invocar al Poder Legislativo a dejar de lado las iniciativas que podrían limitar la libertad de expresión.
 
Desde luego, no había que ser adivino para saber que la corriente nos traería tan río abajo. Al fin y al cabo, ya se abrieron las puertas para atacar un principio que nunca tendría que haberse vuelto “debatible”: el principio que sostiene que la ciudadanía tiene derecho a no tener tutores, filtros, ni “límites” a la hora de decidir qué lee y en qué proporciones. Una vez resquebrajado este principio, una vez vuelto aceptable que el Estado puede determinar en qué cantidades podrán consumir las personas los diferentes medios o mensajes, ¿por qué no dejar a este mismo Estado entrar también a decidir la “calidad” de los contenidos de estos medios y mensajes?  Después de todo, donde se aplica la misma razón –que la gente necesita que la cuiden a la hora en que elige qué informaciones u opiniones quiere consumir y, de ser el caso, seguir– debe aplicarse el mismo derecho.
 
De más está decir, por otra parte, que era también predecible que, una vez entreabierta la antes aludida puerta, no demorarían en surgir los políticos que quisiesen pasar por ella. Nuestro país no tiene precisamente una larga tradición de respeto a la libertad de prensa y sí tiene, más bien, una antigua y persistente tendencia de intervencionismos –no olvidemos, sin ir más lejos, la desconcertante forma en la que el primer plan de nuestro actual presidente sobre la prensa parafraseaba al que en su momento aplicase el general Velasco–.
 
Y pensar que toda esta situación, en la que ha vuelto a ponerse en riesgo la libertad de expresión de todos los peruanos (tanto de los que leen los diarios del GEC, como de los que no), comenzó por el afán de un privado de recuperar por medio de la fuerza del Estado lo que no pudo ganar en la cancha del mercado. Parafraseando a Churchill, habría que decir nunca tantos vieron tanto en riesgo por tan pocos.

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