Para nadie debe ser sorprendente que, en la última encuesta nacional-urbana de Ipsos Apoyo publicada por El Comercio, casi el 90% de los encuestados considera que la educación básica en nuestro país puede ser calificada entre regular y mala. Lo único que sorprende, en realidad, es que algunos pocos la consideren buena. Después de todo, nuestro país ocupa el deshonroso puesto 138 de 144 en cuanto a calidad de la educación primaria, según el último Índice de Competitividad Global (2012-2013), y el Ministerio de Educación parece estar más preocupado en hacer concesiones que tranquilicen al Sutep que en lograr una verdadera reforma del sistema educativo.

La lista de reformas pendientes en este sector es bastante larga. Pero hay un tema del que no se habla mucho, que ha sido muy descuidado en el pasado y que es hasta más determinante para el aprendizaje de los niños que el monto invertido per cápita en el rubro educación: la capacidad con la que el niño llega a las aulas para aprehender lo que ahí le enseñan, la misma que depende, en primera instancia, de que haya estado bien nutrido en su primera infancia.

La desnutrición crónica es un problema gravísimo en el país. Al 2011 aún seguía afectando a más de 488 mil niños de entre 0 y 5 años (es decir, al 15,2% de esa población). Según el Instituto Peruano de Economía, los niños desnutridos crónicos doblan la cantidad de pobres extremos. Y si bien es cierto la incidencia ha caído paulatinamente gracias al crecimiento económico (entre el 2004-2005, más de 785 mil niños de entre 0 y 5 años eran desnutridos crónicos), esta aún es preocupante sobre todo por sus implicancias. Estudios como el de Santiago Cueto, Ernesto Pollit y Juan León, por ejemplo, demuestran el vínculo entre privaciones en la niñez relacionadas con la pobreza (dentro de las cuales la desnutrición cobra un cariz importante) y la capacidad del niño para aprovechar una buena enseñanza.

La moraleja es clara: el problema de la desnutrición es parte del problema de la educación. Sin solucionar el primero, no podrá tener mayor efecto lo que se haga con el segundo. Esto, en nuestra opinión, exige un reenfoque de los programas sociales que les permitan abordar juntos a los problemas que están unidos en la realidad. Hasta hoy, concretamente, nuestros programas alimentarios tenían como objetivo combatir la desnutrición, pero no velaban por su relación con las demás variables que se ven afectadas por esta, como es el caso de la educación. Y hay que tener en cuenta que este tipo de programas sociales son de los que más fallas presentan; por ejemplo, en el 2009, el porcentaje de filtración en el Vaso de Leche y en los comedores populares alcanzaba el 50%, lo cual es un verdadero escándalo. Otros triste ejemplo es el del (afortunadamente difunto) Programa Nacional de Asistencia Alimentaria. Solo lograba atender a 16% de los niños menores de 3 años en situación de pobreza, entregaba únicamente 48% de canastas completas; sus desayunos y almuerzos escolares llegaban menos de la mitad de los días programados y en el 2010 tenía una tasa de filtración para la distribución de papilla de hasta 46% en áreas urbanas.

Si el Gobierno quiere cambiar esta historia, tiene que hacer que el Ministerio de Educación desarrolle sus políticas de la mano con el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis). La ministra Trivelli, afortunadamente, parece ser consciente de esto, pues el lunes en Canal N comentó que el nuevo programa del Midis, Qali Warma, estará entregando alimentos, en tres años, a todos los alumnos de inicial y primaria. Paralelamente, señaló la señora Trivelli, el Midis trabajaría de manera conjunta con el sector Educación en otros ámbitos, como el programa Cuna Más, que atiende a niños de 0 a 3 años de edad.

Ojalá esta iniciativa tenga éxito y no termine como los programas alimentarios del pasado. Esperemos que el ministerio que encabeza la señora Salas no pierda de vista su parte en esta tarea. De otro modo, no solo los niños quedarán desnutridos, sino también nuestra educación.